La idea de preparar un Diccionario de Literatura Mexicana, aunque formalmente pudiera surgir de instancias institucionales, en realidad se remonta a una exigencia que, si bien recorre a la institución universitaria, no se reduce a ninguna de sus instancias concretas. Proviene, más bien, de regiones mucho más difusas y, al mismo tiempo, ubicuas. En todas partes —salones de clase, pasillos universitarios, cubículos de investigación, etc.—, la demanda, que sin duda respondía a una necesidad genuina y constante, se hacía sentir con fuerza. Estudiantes, maestros e investigadores de alguna manera lamentábamos la carencia de un esfuerzo de sistematización de un periodo cultural tan rico, complejo y contradictorio como el que había vivido México durante el presente siglo; es decir, de un libro de consulta que nos permitiera conectar, de un solo vistazo, por ejemplo, el Ateneo de la Juventud con la Generación de Contemporáneos o el Estridentismo. Y de alguna manera coincidíamos también en que un Diccionario de Literatura Mexicana del siglo XX podía constituir, entre otros, un resultado, tentativo y provisional, de ese esfuerzo de sistematización que en alguna medida pudiera colmar ese vacío.
No olvido que esta tentativa parte de un antecedente indiscutible y que sería imposible desconocer: el Diccionario de Escritores
Mexicanos, a cargo de Aurora Ocampo y su equipo de colaboradores. De lo que se trataba, entonces, en el nuestro, no era repetir lo
ya hecho, sino de cubrir las zonas que el Diccionario de Ocampo, por su propia naturaleza, no cubría. No era nuestra intención dar
cuenta de la obra de un escritor y de la bibliografía crítica existente sobre ella. Eso ya estaba hecho en el Diccionario de Escritores
Mexicanos. Lo que buscábamos era explorar el movimiento de la cultura de nuestro país durante este último siglo a través de una serie de
rubros que, una vez reunidos, nos dieran una visión global y lo más completa posible (aunque nunca exhaustiva, eso sería materialmente
imposible) de ese proceso.
Para lograr el objetivo inicial, pude rodearme de un pequeño grupo de investigadores, cuya inteligencia, acuciosidad y dedicación hicieron
viable la realización del proyecto. Ellos son: Claudia Albarrán, Juan Antonio Rosado y Angélica Tornero. (En la primera etapa del
trabajo también colaboró con nosotros Lucila Herrera). Y entre todos elaboramos un cierto procedimiento de trabajo (reuniones semanales
de análisis y discusión del material recabado) que, al cabo de unos años, nos permitió ver los objetivos alcanzados.
Si las primeras reuniones del equipo fueron como propinarnos unos a otros duros palos de ciego, a las pocas semanas las sendas de
investigación comenzaron a abrirse y los métodos de trabajo a perfeccionarse y consolidarse. Dividimos el proyecto en lo que
consideramos los principales rubros que conformaban la amplia geografía en la que se desplegaba la literatura mexicana de este
siglo: corrientes, tendencias o grupos literarios que habían recorrido la época, las polémicas o confrontaciones que se habían dado
entre ellos, las revistas y suplementos culturales que habían marcado puntualmente el cotidiano vivir de nuestra cultura, en fin:
premios literarios, instituciones o centros culturales, editoriales, librerías y bibliotecas, ferias del libro, programas culturales
e incluso algunos de los principales cafés que habían dado pie a la conversación y a las tertulias.
Cuando tuvimos el mapa relativamente completo de los distintos espacios en los que se había desarrollado la vida literaria del país
durante este siglo, pusimos manos a la obra. Se trataba de visitar bibliotecas y hemerotecas, editoriales y librerías, instituciones
o centros de cultura, con el objeto de reunir la mayor información posible sobre cada una de las entradas del diccionario que
originalmente nos habíamos fijado como un mínimo punto de partida. Lo que en ese momento no podíamos saber era que el número inicial
de fichas terminaría casi decuplicándose al final del trabajo.
Tampoco imaginamos la cantidad de problemas o dificultades que una obra de esta naturaleza conlleva. En primer término, habría que
señalar que si en un principio nuestra intención fue visitar todos los estados del país y dar cuenta de la labor cultural que se
había llevado a cabo en ellos, pronto tuvimos que renunciar a esa noble intención: el presupuesto con el que contábamos y los
tiempos de entrega no nos lo permitían. Nos vimos obligados, por esa razón, a limitarnos a los principales centros de cultura del
país.
Otro problema que enfrentamos, estrechamente ligado con el anterior, fue el hecho de que, a pesar de que no habíamos cubierto el
espectro geográfico que en un inicio nos propusimos, la información reunida rebasaba con mucho nuestras expectativas originales.
En lugar de un diccionario de literatura mexicana en un solo volumen que el estudiante o investigador pudiera consultar fácilmente,
de haber incluido toda la información reunida, no sólo la labor se habría prolongado varios años, sino que el resultado habría sido
francamente inmanejable, por lo menos de acuerdo con los propósitos que en un principio nos habíamos fijado. No se trataba de elaborar
una obra erudita, en varios volúmenes, que diera cuenta hasta de los más ínfimos detalles de nuestra vida literaria moderna y
contemporánea, sino de una obra de consulta menos pretenciosa y más al alcance de todos los interesados, que nos permitiera recordar y
conectar, en un mismo momento de lectura, diferentes zonas o sucesos de nuestro acontecer cultural. De ahí que tuviéramos que confrontar
y evaluar una y otra vez esa información con el objeto de seleccionar sólo aquella que resultara realmente significativa para nuestra
literatura (nacional o regional).
Esa confrontación y evaluación de la información -y éste fue otro de los problemas a resolver- tuvo también otro sentido: alcanzar una
perspectiva o un punto de vista lo más objetivo y neutral posible sobre el asunto a tratar, en la medida en que en él confluían a veces
no sólo opiniones distintas, sino incluso francamente opuestas y encontradas. En algunas ocasiones optamos por dejar que la polémica
hablara por sí misma y que el lector extrajera de ella sus propias conclusiones.
Esa confrontación y evaluación de la información -y éste fue otro de los problemas a resolver- tuvo también otro sentido: alcanzar una
perspectiva o un punto de vista lo más objetivo y neutral posible sobre el asunto a tratar, en la medida en que en él confluían a veces
no sólo opiniones distintas, sino incluso francamente opuestas y encontradas. En algunas ocasiones optamos por dejar que la polémica
hablara por sí misma y que el lector extrajera de ella sus propias conclusiones.
Otra dificultad a superar -bastante común en este tipo de investigaciones- era la escasa información sobre algún rubro que considerábamos
importante, y más de una vez tuvimos que suplirla con entrevistas personales a figuras que habían participado directa o indirectamente en
ese acontecimiento.
O bien -y un poco en la misma línea de la anterior-, en más de una ocasión confrontamos la reticencia o la desidia de ciertos
funcionarios de instituciones tanto públicas como privadas en cuanto a proporcionar la información solicitada. Algunas veces
insistimos de manera reiterada sin resultado alguno. De ahí que el lector pueda extrañar la ausencia de alguna editorial o
revista o biblioteca, etcétera, que lamentablemente, y contra nuestra voluntad, no pudimos incluir aquí.
Y por lo que se refiere ya en concreto al trabajo de equipo, debo decir que no fue nada fácil para mí unificar criterios y estilos.
Con toda razón cada uno de mis colaboradores (que escondía calladamente en su interior a un poeta o a un novelista en potencia)
insistía en conservar una manera de abordar y desarrollar un tema, un cierto giro verbal o una simple boutade que haría más amena
la lectura. De ahí que, una vez concluido el trabajo, tuviéramos que dedicar varios meses a una labor a fondo de corrección de
estilo que unificara los materiales reunidos.
Pero no todo fueron problemas y dificultades. A medida que avanzábamos en la investigación, poco a poco y sin proponérnoslo
explícitamente entrábamos en posesión de un territorio que hasta entonces habíamos creído conocer y que sólo la labor cotidiana
y persistente nos lo mostró en su plena diversidad y riqueza, revelando a su vez nuestras enormes lagunas e imprecisiones.
Podría decir que la nuestra fue, ante todo, una labor de aprendizaje, una lección incesante que nos aportó tanto una visión
global del curso que había seguido la literatura mexicana en este siglo como la posibilidad de ubicar en él momentos
particulares y significativos que señalaban su continuidad o su ruptura. O bien, para decirlo con una figura que podría
reflejar mejor ese proceso: su continuidad en la ruptura.
Y tal vez ahí radique el verdadero sentido de este trabajo: la posibilidad de convertirse en una obra de consulta que le
permita al lector no sólo precisar aspectos específicos de nuestro acontecer cultural, sino también establecer su propio
itinerario por el abigarrado mapa de la literatura mexicana del siglo XX hasta alcanzar, en la medida de lo posible, una
visión global de ese proceso y de la densa red de interconexiones entre sus distintos aspectos.
La información contenida en este Diccionario abarca desde la Revista Azul (1894-1986) hasta el año de 1998. Si decidimos
partir de esa revista, aunque pertenece al siglo XIX, fue porque en ella comenzó a publicar la mayor parte de los escritores
modernistas que marcarían el gusto literario de las primeras décadas del siglo XX. Además, constituyó el antecedente de la
Revista Azul (segunda época) y de la polémica que se trenzó a partir de la aparición de esta última publicación, que sería
la primera polémica literaria de este siglo.
Al principio de estas líneas, me referí al resultado de esta investigación como algo tentativo y provisional, precisamente
porque un diccionario, cualquiera que sea la esfera en la que se inscriba, no es nunca una obra perfecta y acabada, sino más
bien una labor perfectible y subsanable. Como ya dije antes, a pesar del esfuerzo realizado, hay vacíos de información
(sobre todo en lo que se refiere a la literatura de provincia) que por el presupuesto asignado y los tiempos de entrega no
nos fue posible cubrir. Y no dudo tampoco que, a pesar del estricto proceso de corrección que sufrió el original, aún
subsistan errores, vaguedades, imprecisiones o carencias. Quiero enfatizar aquí que una de las intenciones de los autores de
este Diccionario es incrementar en ediciones futuras, y con la indispensable colaboración crítica del lector, no sólo el
número de entradas, sino la propia información contenida en las entradas ya existentes, con el objeto de cubrir de una
manera más plena el amplio espectro de la cultura mexicana de este siglo.
No quisiera terminar esta presentación sin expresar mi agradecimiento a quienes, ya sea de una manera directa o indirecta
-con su apoyo, información, opiniones o comentarios-, también lo hicieron posible: Raúl Aceves (Guadalajara), Fernando Álvarez
del Castillo (Biblioteca de México), Pablo Arredondo (Guadalajara), Efraín Badillo (Feria Internacional de Libro del Palacio de
Minería), Raúl Bañuelos (Guadalajara), Huberto Batis (Unomásuno), Enrique Bernal Reyes (Librerías de Cristal), Rosa Campos de la
Rosa (El Colegio Nacional), Roger Campos Munguía (Yucatán), Emmanuel Carballo (crítico literario), Hiquingari Carranza (El Juglar),
Eduardo Casar (UNAM), Salvador Castañeda (INBA), Adolfo Castañón (Fondo de Cultura Económica), Alfonso Castillo Burgos (Monterrey),
Martha Cerda (Sogem-Guadalajara), Elsa Cross (Casa del Poeta), María Dolores Davót (Casa Universitaria del Libro),
Aurora Díez Canedo (Editorial Joaquín Mortiz), Claudia Domínguez (Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana),
Alfonso Espitia (Michoacán), Daniel Goldin (Fondo de Cultura Económica), Artemio González García (Guadalajara), Sergio González
Rodríguez (Reforma), María Dolores Hernández Rodríguez (Monterrey), Cecilia Kühne Peimbert (El Economista), Germán List Arzubide
(poeta del Estridentismo), Elin Luque de García Alcocer (Casa Lamm), Patricia Masón (Editorial Planeta), José María Mendiola
Hernández (Monterrey), Antonio Mendoza (Editorial Aldus), Malena Mijárez (UNAM), Arturo Molina (Michoacán), Juan Esmerio
Navarro (Culiacán), Roldán Peniche Barrera (Yucatán), Vicente Quirarte (UNAM), José Luis Ramírez (Editorial Diana), Mario
Rey (crítico literario), Alicia Reyes (Capilla Alfonsina), Genaro Saúl Reyes (Monterrey), Rafael Rodríguez Castañeda (UAM),
Bernardo Ruiz (UAM), Leonor Sarmiento (Ateneo Español de México), Luis Mario Schneider (crítico literario), Marcela Solís-Quiroga
Guerrero (México, D.F.), Ildefonso Treviño (Monterrey), Fernando Tola de Habich (Editorial Premià), Manuel Ulacia (El Zaguán),
Marcelo Uribe (Editorial Era), Gonzalo Valdés Medellín (Unomásuno), Raquel Velasco (Xalapa), Sidarta Villegas (México, D.F.),
Wolfgang Voght (Guadalajara) y Dulce María Zúñiga (Guadalajara).
Armando Pereira.
Universidad Nacional Autónoma México , Instituto de Investigaciones Filológicas
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