[Semanario cultural del periódico El Universal Ilustrado. (1979-1981)]
DIRECTOR: Eduardo Lizalde
CONSEJO DE COLABORACIÓN: Juan José Arreola, José Bianco, Juan Goytisolo, Octavio Paz, Severo Sarduy y Mario Vargas Llosa
CONSEJO DE REDACCIÓN: José de la Colina (redactor jefe), Julián Meza y Ulalume González de León
DISEÑADOR: Rafael López Castro
DOMICILIO:
PERIODICIDAD: semanal
Con ilustraciones
De acuerdo con la declaración de principios publicada en el primer número (domingo 30 de septiembre de 1979), La Letra y la Imagen aparece con el propósito de convertirse en una revista de difusión y de crítica de la cultura, que contribuya a la descentralización de las actividades culturales. Se propone también como un espacio en el que concurran libremente las distintas ideologías y posturas.
La Letra y la Imagen publicaba semanalmente fragmentos de novelas, relatos, ensayos, entrevistas, traducciones, comentarios, notas y reseñas sobre teatro, novedades editoriales, artes plásticas y música. Además, editaba las secciones tituladas: "Traga/luz", con notas y reflexiones sobre distintas áreas de la cultura mexicana y extranjera; "De tinta ajena", en la que se publicaban textos, cartas y diversos materiales inéditos de reconocidos autores mexicanos comentados por Luis Mario Schneider; "Cuaderno de bitácora", sección que alternaba con la anterior y que estuvo a cargo de Pere Gimferrer, y "Poste de señales", que daba cuenta de las actividades culturales del país y del extranjero. A mediados de 1980, la sección dedicada a reseñas y comentarios de libros se tituló "Librario".
Durante sus casi tres años de vida (el último número apareció en marzo de 1981), el semanario presentó pocos cambios en su directorio. La Letra y la Imagen dio cabida a artistas e intelectuales de fama internacional, así como a los entonces jóvenes creadores y ensayistas mexicanos. Como ejemplo del alto nivel artístico e intelectual que mantuvo el semanario baste decir que en él se publicaron las primicias de algunos capítulos de El libro de la risa y el olvido, de Milán Kundera.
[Gaceta literaria y artística. (1937-1947)]
EDITOR: Octavio G. Barreda
DOMICILIO: Sonora 92, 2o. México, D.F.
PERIODICIDAD: irregular
Con ilustraciones
Revista que salió a la luz el 15 de enero de 1937, gracias al esfuerzo de Octavio G. Barreda, quien en un principio la realizaba solo. Conseguía originales, papel, anuncios, corregía pruebas, dirigía la formación e impresión y, además, financió el primer número.
Octavio G. Barreda se propuso realizar una revista predominantemente bibliográfica, parecida a Les Nouvelles Littéraires, de París, o al suplemento literario del New York Times. Tomó también como modelo la Gaceta Literaria de Giménez Caballero, y algo de una publicación surrealista que encontró en Francia, llamada La Bête Noire.
Los escritores con quienes quiso emprender la aventura editorial no hicieron caso a las propuestas que Barreda realizaba en las noches de tertulia en el Café París (véase Generación de Tierra Nueva*). Por ello tuvo que emprender la tarea por cuenta propia y sin apoyos.
Barreda pidió proyectos a Carlos Orozco Romero y a Roberto Montenegro para el diseño de la cabeza de la revista, de acuerdo con algunas ideas concebidas por él. Justino Fernández dibujó la figurilla que se convirtió en el escudo impreso en la portada: un estilizado dios Ecatl, el dios de los vientos según la mitología azteca.
A decir de Octavio Barreda, la revista tuvo entre sus propósitos ser políticamente de centro, por considerarla una publicación de servicio. Otro de los fines de Letras de México fue dignificar al teatro. Desde los comienzos se insertaron obras de Celestino Gorostiza, Xavier Villaurrutia, Rodolfo Usigli e Ignacio Retes.
Salieron 132 números; los primeros 24 fueron quincenales y los demás mensuales. Los números 2, 3 y 4 fueron financiados por Alejandro Quijano, Genaro Fernández Mac Gregor, Eduardo Villaseñor, José Rubén Romero, León Salinas, Carlos Obregón y el propio Octavio Barreda. A los dos meses de haber salido, es decir, en el número 5, según narra el director de la revista, los anuncios pagaban escasamente los costos de impresión.
En este número aparece un pequeño recuadro en el que se agradece a los financieros iniciales y a los colaboradores que aportaron escritos sin remuneración. En adelante, se pagaron cantidades simbólicas por las colaboraciones y la revista creció en páginas y grabados.
René Tirado Fuentes colaboró en cuestiones editoriales con Octavio Barreda unos meses después de iniciada la publicación. Posteriormente se añadieron Álvaro Gálvez y Fuentes, Agustín Yáñez e Isaac Rojas Rosillo.
Para el primer número, Barreda obtuvo colaboraciones de algunos de sus amigos. En la página inicial hay un poema de Carlos Pellicer, "Horas de Junio". También colaboraron Agustín Yáñez, Samuel Ramos, Xavier Villaurrutia, Ortiz de Montellano, Eduardo Villaseñor, Felipe Teixidor, Antonio Acevedo Escobedo y un joven estudiante de filosofía, discípulo de Ramos, llamado Adolfo Méndez Samará.
Para obtener resultados positivos con los colaboradores, Barreda se propuso respetar sus ideologías y creencias religiosas; excluyó también, hasta donde fue posible, a la literatura extranjera, concretándose en lo nacional y con intenciones de presentar nuevos valores.
Según Octavio Barreda, a pesar de la política de rescate de la literatura nacional, la revista fue acusada de haber sido "aristocrática, de capilla, francesista, artepurista y una especie de epígono de Contemporáneos*". Sin embargo, el mismo Barreda hace notar lo escasos que son los artículos de extranjeros, de habla diferente de la hispana, que se publicaron en los diez años de duración de la revista.
Letras de México se dividió en varias secciones. En "Anuncios y presencias", en la primera plana, se daban siempre noticias de futuras publicaciones, visitas de intelectuales y artistas extranjeros, y toda clase de información cultural relacionada con México. Esta sección estuvo a cargo de Antonio Acevedo Escobedo. También en la primera página aparecía un artículo de fondo ilustrado con el retrato del articulista o del aludido. En la sección "Poesía" se incluyeron poemas inéditos de diversos escritores. "La actualidad literaria" fue el título bajo el cual se agruparon notas críticas sobre libros mexicanos recientes y estuvo a cargo de Francisco Monterde. En "Bibliografía del mes" se ofrecían las fichas detalladas de toda publicación aparecida en el país durante el mes precedente. Esta sección recuperó el bagaje de la producción intelectual del México de aquel tiempo. Permaneció a lo largo de la vida de la revista y estuvo inicialmente a cargo de Felipe Teixidor y Rafael Heliodoro Valle. También se encargaron de ella Julián Amo y Agustín Millares Carlo. Posteriormente se fundiría con "Anuncios y presencias".
Hubo otras secciones de aparición esporádica: "Artes plásticas", "Teatro", "Revista de Revistas" y "Bibliografías especiales", firmadas por la Redacción. "El pez que fuma" fue una serie que inició Jaime Torres Bodet en el cuarto número de la revista. En ella se hacían críticas y sátiras sobre autores o acontecimientos del momento. La mayor parte de las inserciones de "El pez que fuma" estuvieron a cargo de Xavier Villaurrutia y Octavio G. Barreda.
El formato de la revista incluye el título en la parte superior de la portada, un cintillo donde se lee el nombre del editor, el año, el número y, en la parte baja, el texto de los primeros artículos. No hay tabla de contenido ni directorio.
La revista tuvo también una casa editora: la Editorial Letras de México, que publicó textos como Viajeros mexicanos, de Felipe Teixidor; Escombros del sueño, de Celestino Gorostiza; La isla, de Judith Martínez; Mañanas en México, de D.H. Lawrence; Autores profanos, de Xavier Villaurrutia, entre otros.
Según José Luis Martínez, la desaparición de la revista se debió a las limitaciones de las ventas y suscripciones y a la poca generosidad de sus anunciantes, lo que había impedido pagar a los colaboradores. Esto trajo como consecuencia su disolución. El último número de Letras de México se publicó en marzo de 1947.
[Revista de los universitarios sinaloenses. Tribuna de la juventud. (1947-1965)]
DIRECTOR: Carlos Manuel Aguirre
GERENTE: Roberto Hernández
DEPARTAMENTO ARTÍSTICO: Hugo Herberto Tolosa, Armando Aguirre y Jesús R. Okamura
DOMICILIO: Universidad Autónoma de Sinaloa. Culiacán, Sinaloa
PERIODICIDAD: irregular
Con ilustraciones
Letras de Sinaloa fue fundada en 1947 por Carlos Manuel Aguirre y, a pesar de que en la entrega número 58, de octubre-noviembre de 1965, se anuncia una "Nueva época", la revista dejó de publicarse en ese mismo año. Durante sus casi dos décadas de vida, la publicación tuvo a Aguirre como director.
La revista se dedicó principalmente a la literatura (poesía, crítica, ensayo, relato), pero entre sus páginas también incluyó materiales diversos sobre historia, sociología, antropología, política y geografía. Sólo contó con una sección fija titulada "Directrices" -rubricada por su director o por algún miembro del Consejo de redacción-, en la que se hablaba del contenido de la revista. A veces también se incluyeron reflexiones filosóficas o disertaciones sobre el quehacer cultural y literario del estado.
Durante los primeros cinco años, la periodicidad fue irregular, pero hacia 1954 se publicó mensualmente. En su etapa final volvió a aparecer con cierta inconstancia. En ella publicaron algunos de los escritores e intelectuales más reconocidos tanto de Sinaloa como del resto de la República Mexicana. La revista constituye un modelo que otras revistas y suplementos del estado de Sinaloa han deseado continuar.
[(1954-1959)]
DIRECTOR: Andrés Henestrosa
COLABORADORES: Alfredo Cardona, Enrique González Rojo y Vicente Rojo
DOMICILIO:
PERIODICIDAD: irregular
Las Letras Patrias fue editada por el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBA)*, al igual que México en el Arte* (1948-1952) y Bellas Artes* (1956-1957).
A diferencia de otras publicaciones del INBA, Las Letras Patrias fue iniciativa directa del Departamento de Literatura y Editorial del Instituto, y se dedicó principalmente a las letras, aunque daría cabida a otras disciplinas. El jefe del Departamento de Literatura y Editorial era también el director de la revista: Andrés Henestrosa.
En la declaración de principios, se habla del carácter promotor de la creación e investigación literarias que pretende tener el nuevo órgano de difusión. Se argumenta que es necesaria la actitud de servicio para dignificar a la cultura en México y se pide para ello la colaboración dedicada y desinteresada de los escritores.
El nombre de la revista surge del título que don Manuel Sánchez Mármol aplicó con exclusividad a la literatura mexicana del siglo XIX y que Alfonso Reyes hizo extensiva a la historia total de nuestras letras.
Se imprimieron seis números de Las Letras Patrias en un periodo de cuatro años. Inicialmente, la revista sería trimestral. La primera entrega corresponde a enero-marzo de 1954. Otros tres números saldrían el mismo año.
La revista fue suspendida. En el año de 1959 salió el número 5 con una nota inicial en la que se aclaraba que los números 5 y 6 de Las Letras Patrias, correspondientes a los años de 1957 y 1958, habían sido preparados por el ex Jefe del Departamento de Literatura, el escritor Andrés Henestrosa, y su publicación completaba la obra realizada por dicho Departamento durante el pasado sexenio.
En el primer número se publica una entrevista con Antonio Castro Leal, hecha por Alfredo Cardona. También publicaron Alfonso Menéndez Plancarte, Francisco Monterde, Rafael Heliodoro Valle, Julio Torri, Emmanuel Carballo, Juan Rulfo, Andrés Iduarte y Alí Chumacero. Aparecen las secciones: "Notas sobre Literatura Mexicana" y "Libros de México o sobre México", que permanecerán hasta la desaparición de la revista.
[Vocero de cultura (1947-1994)]
DIRECTORES: Jesús C. Pérez y Luis Chessal
DOMICILIO: Álvaro Obregón 74, San Luis Potosí
PERIODICIDAD: mensual
Con ilustraciones
El antecedente de esta publicación fue la revista Bohemia (1942-1946), fundada por Francisco Salazar. A pesar del cambio de título, la numeración de Bohemia se continúa y en el número 51, del Año V, de febrero de 1947, se dice que a partir de este número se ha decidido cambiar el nombre Bohemia por el de Letras potosinas, pues este título va más de acuerdo con su contenido. Se afirma que la publicación será un auténtico vocero de la cultura potosina.
Desde el número 52 aparece una sección de poemas: "Página poética" y otra de información: "Libros potosinos". También hay una sección de cuentos y otra dedicada a la historia. Entre otros temas de la publicación, destacan las tradiciones potosinas, la crítica y la historia literaria.
Desde el número 56 aparece sólo Luis Chessal como director, cargo que ocupará durante décadas. El número doble 85-86, de enero-febrero de 1950, contiene el discurso de Jesús Silva Herzog dictado en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí al iniciarse los trabajos de la Academia Potosina de Artes y Ciencias. En septiembre de 1952, la revista aumenta de calidad en todos los aspectos. A mediados de los años cincuenta se vuelve trimestral. Hay números dedicados a un tema particular.
En el número de septiembre-diciembre de 1974, la revista llega a su número 200, cifra lograda a lo largo de 32 años de labor literaria no sólo regional sino también nacional y de toda Latinoamérica. Letras Potosinas dejó de publicarse 20 años después, en 1994, a raíz de la muerte de Luis Chessal.
Esta librería inició sus actividades con el nombre de Librería General*. En 1915, pasó a manos de Joaquín Ramírez Cabañas y de Francisco Gamoneda, y recibió el nombre de Librería Biblos, ubicada en el número 22 de las calles de Bolívar, casi esquina con Madero, en la Ciudad de México.
La librería contaba con salas de conferencias. Además, se presentaban libros y se organizaban exposiciones. En 1915 tuvo lugar la primera exposición personal de dibujos y cuadros de José Clemente Orozco. En 1916, Ramírez Cabañas se retiró de la sociedad y quedó al frente Gamoneda.
Asiduos concurrentes a esta librería fueron Ramón López Velarde, Enrique González Martínez, Efrén Rebolledo, Genaro Estrada, el doctor Atl (Gerardo Murillo), Saturnino Herrán, Luis González Obregón y Don Artemio de Valle Arizpe.
La Librería Bonilla fue inaugurada en 1950 por su propietario, Manuel Bonilla Baggetta, y se ubicaba en la calle de Bolívar, en el centro de la ciudad de México. Al inicio se dedicaba a atender las necesidades bibliográficas de ingenieros y técnicos. Con el tiempo llegó a especializarse en libros técnicos y científicos, tanto nacionales como extranjeros; esto hizo que su propietario abriera cuatro sucursales más, ubicadas en distintos puntos de la ciudad (las dos más importantes fueron la de la colonia Roma, destruida por el temblor de 1985, y la cercana a Ciudad Universitaria), que más tarde -por cuestiones económicas- se reducirían a dos, ambas a cargo del señor Bonilla y de su esposa, la señora Rius.
En 1989, con la muerte de Manuel Bonilla, Juan Luis Bonilla –que había trabajado con su padre desde 1987- se asoció con Laura Rodríguez de Serafín y ambos le dieron a la librería un nuevo enfoque: conserva la especialización en libros sobre ciencia o computación, pero centra su atención en bibliografía sobre arte y literatura.
La librería cuenta con un foro abierto en el que se realizan conciertos y presentaciones de libros; también tiene una galería en la que se llevan a cabo exposiciones de artes plásticas; cuenta asimismo con un taller de grabado en metal y una papelería. La librería se ubica en la calle de Francia 17, en la ciudad de México.
La librería Bouret tiene sus antecedentes en la Librería de Rosa, la Librería de Rosa y Bouret, la Librería Bouret y, finalmente, la Librería de la viuda de Ch. Bouret.
Artemio de Valle Arizpe anota que, en 1852, esta librería se encontraba ubicada en el Portal de Mercaderes y Agustinos. Hacia 1882, la librería Bouret se localizaba en la calle Refugio y Puente del Espíritu Santo (hoy, 16 de Septiembre y Bolívar), con la razón social Bouret y Cía. Para el año de 1906 la librería cambió su domicilio al número 14 de la calle de Cinco de Mayo, con la firma Librería de la viuda de Ch. Bouret.
La librería contaba a principios del siglo XX con un acervo que contenía diccionarios de las lenguas más importantes, novelas de escritores franceses famosos, como Julio Verne y Alejandro Dumas, libros sobre agricultura, libros de texto en diversas lenguas, libros de cocina, de pastelería, devocionarios, libros de poesía de autores mexicanos, como los de Manuel Gutiérrez Nájera y Salvador Díaz Mirón, entre muchos otros.
Esta librería fue considerada por Carlos González de la Peña como la mejor de México. En ese tiempo se encontró al frente de la librería Raúl Millie, francés avecindado en México. A ella acudían Justo Sierra, Ángel de Campo, Luis G. Urbina, Luis González Obregón, entre otros.
La librería decayó con los embates de la Primera Guerra Mundial; el señor Millie cerró sus puertas en la década de los veinte.
El acervo de esta librería quedó entonces bajo la Sociedad de Edición y Librería Franco Americana. Los libros editados tenían el siguiente pie de imprenta: Sociedad de Edición y Librería Franco Americana (Antigua Librería Bouret y el Libro Francés Unidos). El acervo de esta Sociedad fue, después, liquidado por Jacinto Lasa Sarriegui. De esta liquidación se formaron dos editoriales: Águilas y Patria (Grupo Patria Cultural*). Esta última cobra vida bajo la dirección del propio señor Lasa, el 28 de enero de 1933, con el acervo que provenía de la librería Bouret.
En 1940, César Cicerón estableció en la calle de Seminario, número 10 (en la ciudad de México), la librería que lleva su nombre.
El librero comenzó sus actividades dentro del Mercado del Volador, famoso por sus puestos de libros de viejo. Cicerón se dedicó a la compra y venta de libros usados y antiguos, y a la distribución. Ofrecía textos educativos para los estudiantes del primer cuadro de la ciudad de México y textos sobre cultura general.
En 1940, estableció su negoció en la calle de Seminario número 10. En 1944, su hijo Alfredo Cicerón fundó la Editora e Impresora Cicerón, S.A. En 1965, la librería fue comprada por Rodolfo Gallegos, quien la conserva hasta la fecha.
En la primera mitad del siglo XX, don Ángel Pola abrió la librería que lleva su nombre en la calle de Cuba, en el centro de la ciudad de México. Este librero se dedicaba a la compra y venta de libros antiguos y usados. Además, distribuía textos en las instituciones de enseñanza media y superior de la ciudad, así como en dependencias gubernamentales.
En la primera mitad del siglo XX, don Demetrio García abrió la librería que lleva su nombre en la calle de República del Perú. Este librero se especializó en la compra y venta de libros antiguos y usados. Surtía libros de texto a algunas instituciones de enseñanza media y superior de la ciudad de México.
La librería se fundó durante la primera mitad de este siglo y estuvo ubicada en las calles de Isabel la Católica y Cinco de mayo. Santiago Ballescá se dedicó a la compra y venta de libros antiguos y usados. A este negocio se debe la publicación de El Zarco, de Ignacio Manuel Altamirano, y de las novelas históricas de Victoriano Salado Álvarez. Su éxito comercial radicó en la publicación de novelas por entregas.
En la primera mitad del siglo XX, don Juan López abrió la librería que lleva su nombre dentro del Mercado del Volador. Este librero se dedicó a la compra y venta de libros usados y antiguos, y a la edición y distribución de libros educativos, vinculados con la vida estudiantil de la ciudad de México.
Agustín Orortiz, originario del estado de Puebla, se inició en el negocio de los libros en el mercado de la ciudad de Puebla, donde tenía un puesto de antigüedades. En 1896, se trasladó a la ciudad de México, donde encontró un sitio de venta de libros, a un costado del Sagrario Metropolitano, en lo que se llamó "Las Cadenas". A decir de Salvador Novo, los libros viejos no sólo se compraban en Porrúa, en Robredo o en el Volador, sino también afuera del Sagrario, en el puesto de Orortiz.
Hacia 1898, don Agustín cambia su negocio a la calle del Esclavo (hoy, segunda calle de República de Chile), en la esquina que formaba esta calle con Donceles. En la librería se daban cita personajes de la sociedad porfiriana para hablar de política, de literatura o de los acontecimientos del día. Según Juana Zahar, esta librería era visitada por Luis González Obregón, Genaro García que, se cuenta, aquí leyó su primera poesía; Luis Echegaray, bibliófilo; el doctor Nicolás León, bibliógrafo; José María de Agreda y Sánchez, Longines Alemán (un asiduo cliente), Vito Alessio Robles, Rafael Aguilar y Santillán (Presidente Honorario y Secretario Perpetuo de la Sociedad), Antonio Alzate y Victoriano Salado Álvarez, entre muchos otros.
La librería permaneció en este domicilio hasta 1912. Después, el señor Orortiz se mudó a un local en la calle de Santa María la Rivera. Ahí estableció un gabinete de lectura con servicio al público. El lector podía tomar libros en préstamo por un mes, mediante el pago de un peso y cincuenta centavos. El gabinete disponía de 1,200 títulos, sobre todo de novelas.
Poco tiempo después, el acervo fue vendido a las bibliotecas de Harvard, del Congreso de Washington y de la Universidad de California. El señor Orortiz murió en 1933 y su hijo continuó con la venta del acervo a los Estados Unidos.
Ricardo Arancón Lerma, originalmente español, llegó a vivir a México y se integró a trabajar en la Librería Religiosa de Herrero Hermanos. Ahí conoció a Donato Elías Herrero, con quien decidió abrir, en 1926, una librería propia llamada Librería del Estudiante. Esta librería se encontraba ubicada en la avenida Cinco de Mayo, número 38.
Al final de la década de los cuarenta, los hermanos Manuel y Gerardo López Gallo decidieron formar una sociedad que tuviera como objetivo principal la venta de libros a bajo costo. De esta manera, nació en 1952 la Librería del Sótano, situada precisamente en el subsuelo de un edificio ubicado en la calle de Juárez 64, en la ciudad de México.
Aunque de inicio los hermanos López Gallo habían ideado de manera conjunta una sociedad para constituir la librería, el único que figuraba como representante era Gerardo López Gallo.
El terremoto de septiembre de 1985 derrumbó la librería de la calle de Juárez. Manuel López Gallo decidió entonces abrir otra en Coyoacán, en la esquina de Miguel Ángel de Quevedo y Av. Universidad. A partir de 1986, se reabrió la librería original, ahora reubicada en la calle de Juárez y conocida como la sucursal Alameda.
Actualmente existen tres Librerías del Sótano en el Distrito Federal: Alameda, Coyoacán, y la más reciente, ubicada en la calle de Independencia 68-A. Hasta la fecha, las librerías han seguido una política de precios bajos. Su capital es mexicano.
La librería El Ágora, ubicada en Insurgentes Sur 1632, en la colonia Florida, en la ciudad de México, buscaba acercar al lector con el texto.
Con el fin de fomentar la cultura y el arte, se ofrecían precios bajos en los libros y, con frecuencia, se realizaban exposiciones de pintores extranjeros y mexicanos. Además, la librería contaba con una cafetería, donde se llevaban a cabo regularmente presentaciones de libros.
El Ágora se distinguió por un surtido muy amplio de música clásica y moderna. Manejaba casi todas las casas editoriales y sus especialidades eran la literatura, el arte y las ciencias sociales. Por razones económicas, desapareció a principios de los años noventa.
El Centro Cultural El Juglar nació en 1973, como iniciativa de un grupo de estudiantes y profesores de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), con el objetivo de establecer una librería especializada en filosofía y humanidades. Fue fundado por el crítico y escritor Germán Dehesa, quien posteriormente se asoció con Sealtiel Alatriste. La librería se encontraba inicialmente en la avenida Revolución, a unos metros de Ciudad Universitaria.
En 1975, El Juglar fue vendido a los editores de Nueva Imagen. A partir de 1981, cambió de domicilio. La nueva ubicación, desde entonces, es la calle de Manuel M. Ponce 233, en la colonia Guadalupe Inn, en la ciudad de México.
En 1982, la librería fue puesta nuevamente en venta; en esta ocasión, fue adquirida por Hiquíngari Carranza, quien es actualmente el propietario y director general. Carranza decidió tomar la idea inicial del grupo fundador y convirtió la librería en centro cultural.
Desde entonces, en el Centro se desarrollan numerosas actividades artísticas que incluyen: danza, teatro, artes plásticas, literatura, música y espectáculos infantiles.
Con motivo del XV aniversario del Centro, en 1988 se ampliaron las instalaciones de la librería, el foro y la galería; se instauró el video Zafra Macondo, con materiales de artistas independientes, y se inició una labor editorial.
En 1989 lanzaron las dos líneas editoriales que se manejan hasta la fecha: "Literatura Hispanoamericana", cuyo primer título fue de Miguel Bonasso, y "Etiqueta Negra", cuyo responsable editorial es Paco Ignacio Taibo II, y que se dedica a la Narrativa policiaca*.
En 1996, el Centro cumplió 23 años de labor ininterrumpida. Actualmente, ofrece una opción real e independiente para el desarrollo de la cultura en la zona sur del área metropolitana.
Actualmente, El Juglar alberga la Casa del Cuento, iniciativa de la Asociación Mexicana de Narradores Orales Escénicos, que recupera cada jueves la tradición de los relatos hablados. Además, se imparte el taller de Arte e Ideología. Allí se reúne el grupo de Palabras de Arena, conducido por Ethel Krauze, y se alberga el Comité Autónomo de Ciudadanos y Trabajadores Organizados y la Comisión de la Verdad. El Centro ofrece también conferencias magistrales impartidas por escritores nacionales y extranjeros, cine-club, exposiciones, presentaciones de libros y la tertulia vespertina en la cafetería.
La Librería El Parnaso de Coyoacán fue fundada en febrero de 1980. Cuenta con una cafetería al aire libre sobre el Jardín Centenario, en el centro de Coyoacán, lugar de encuentro intelectual y amistoso.
En 1990, la librería dio a conocer El Librero, publicación bimestral gratuita para los clientes. Se distinguió por presentar en cada número alrededor de 50 reseñas de libros, además de ensayo y crítica literaria, y artículos sobre filosofía y arte. Difundió otras publicaciones, como Blanco Móvil*.
Jesús Medina Sanvicente, oriundo de Ozumba, Estado de México, se instaló en 1920 en el Mercado del Volador con un puesto de libros viejos y revistas usadas.
Durante su permanencia en el Mercado, mediante una precaria imprenta, el librero se da a la tarea de editar unos cuadernillos de temas comerciales que llevan el título de Cuentas hechas. Con la desaparición del Mercado, en 1928, Medina traslada su negocio a la calle de Seminario 14, en el centro de la ciudad de México. La librería se encontraba enclavada en lo que fue el barrio universitario, durante la primera mitad del siglo XX. Ahí, don Jesús vendía libros de texto usados a precios módicos. Al paso de los años, Medina se especializó en la edición de libros y realizó algunos trabajos editoriales de textos antiguos de gran valor, como: Ensayo bibliográfico mexicano del siglo XVII, de Vicente de P. Andrade; La ciudad de México, de José María Marroquí; México, leyendas y costumbres, trajes y danzas y la Sumaria Relación de las cosas de la Nueva España, de Baltasar Dorantes de Carranza, entre otros.
Jesús Medina falleció en 1986; desde entonces, el dueño es Gregorio Medina García y la librería está a cargo de Sara García de Medina.
Ubicada en Miguel Ángel de Quevedo 134, colonia Chimalistac, en la ciudad de México, la Librería Gandhi fue fundada en junio de 1971 por Mauricio Achar. Localizada a unos minutos de la Ciudad Universitaria, su objetivo era prestar sus servicios a los estudiantes, vendiendo libros a precios bajos. Se abrió la cafetería; se comenzaron a vender discos, y se formó un foro para representaciones teatrales y una sala de exposiciones. Gandhi puede ser considerada como la primera librería que se interesó en combinar la venta de libros y discos con la organización de actividades culturales.
En Gandhi se pueden encontrar títulos de todas las áreas del conocimiento, aunque su especialidad son las ciencias sociales, la literatura y las artes en general.
Existen varias sucursales de esta librería: frente a Bellas Artes, en Coyoacán, en la Universidad Iberoamericana, en la colonia Las Lomas, en Guadalajara, además de la Librería Colorines, especializada en literatura infantil. Aunque trabajan en conjunto como un solo grupo y tienen políticas afines, cada sucursal tiene una razón social diferente y cuerpos administrativos separados.
La Librería General fue fundada por don Enrique del Moral en la primera década del siglo XX. Ésta pasó a manos de Francisco Gamoneda y de Joaquín Ramírez Cabañas a mediados de 1915, con el nombre de Librería Biblos*. Los libros que se ofrecían eran cuidadosamente elegidos; predominaban los textos en castellano y en francés. La Librería General era punto de reunión de intelectuales; en ella se congregaban frecuentemente: Antonio Caso, Alfonso Cravioto, Saturnino Herrán, Manuel Toussaint, Antonio Castro Leal y otros. La librería contaba con una sala de conferencias que fue usada por Federico Gamboa, Luis G. Urbina, Antonio Caso, Pedro Henríquez Ureña y otros más en un importante ciclo de conferencias que tuvo lugar entre noviembre de 1913 y enero de 1914 (Véase Ateneo de la Juventud*). La Librería General publicó una revista llamada Biblos, que apareció entre octubre de 1912 y diciembre de 1913. Esta revista no tiene nada que ver con la revista Biblos* de la Biblioteca Nacional.*
A finales del siglo XIX, en 1890, los hermanos Leoncio y Guillermo Herrero fundaron la Librería Religiosa de Herrero Hermanos. Hacia 1896, la librería se encontraba en el número 13 de las calles de San José el Real (hoy, Isabel la Católica), en la ciudad de México. En 1913, las oficinas de esta librería se establecieron en la Plaza de la Concepción números 5 y 7, lugar donde permanecen hasta nuestros días. En ese año, se integran al negocio Ricardo Arancón Lerma y Donato Elías Herrero. En 1926, Donato y Ricardo se retiran de la Librería Herrero y fundan otro establecimiento, llamado Librería del Estudiante, en el número 38 de la calle de Cinco de Mayo. Esta librería cerró sus puertas en 1935, por lo que Ricardo y Donato decidieron comprar la Librería Herrero a los hermanos Leoncio y Guillermo. En 1945, la razón social fue modificada; el rubro sería entonces: D.E. Herrero y Cía., nombre que conserva hasta 1998.
Actualmente, la librería tiene dos sucursales: una, en la calle Cinco de Mayo, en el centro de la ciudad, y la otra, ubicada al sur, en San Ángel; ambas conservan sus oficinas en la Plaza de la Concepción.
Tomás Espresate fundó la Librería Madero en la calle de Madero, número 12, en el centro de la ciudad de México.
Espresate llegó a México como parte del grupo de españoles exiliados en 1939. La Librería Madero permanece hasta nuestros días y cuenta con un amplio surtido de libros, pero se dedica especialmente a la venta de ediciones lujosas, libros de difícil acceso y obras peculiares.
La Librería Misrachi fue fundada por el griego Alberto Misrachi en 1933, en el número 4 de la calle Juárez, en el edificio de La Nacional, en la ciudad de México.
El acervo de esta librería se formó de revistas extranjeras y libros de arte. Esta especificidad hizo que la librería fuera visitada sólo por ciertos sectores de la sociedad. Acudían a ella artistas, políticos, turistas, intelectuales y, sobre todo, pintores. Fue visitada, entre otros, por Carlos Chávez, Diego Rivera, León Trotsky, Pedro Armendáriz, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco, Frida Kahlo, Rufino Tamayo, Remedios Varo. Los pintores dejaban en consignación sus cuadros y Alberto Misrachi los exhibía en las paredes de su local.
Las obras de la línea ocho del Metro bloquearon las calles donde se ubicaba la librería; a raíz de esto, las ventas bajaron considerablemente, por lo que cerró sus puertas en 1992.
La Librería Parroquial de Clavería fue fundada en la década de los sesenta por iniciativa de la Iglesia Católica. El P. Basileo Núñez asume la responsabilidad de instalar la nueva librería, que daría servicio a la comunidad vendiendo libros a precios accesibles. Esta librería fue instalada en el número 53 de la Glorieta de Clavería, en donde permaneció durante diez años. En los años setenta, la librería fue trasladada a la avenida Clavería 122 y, finalmente, en 1984, se estableció en la calle que ocupa actualmente: Floresta 79, en la colonia Clavería de la ciudad de México.
En sus inicios, esta librería se abasteció de material eminentemente religioso. A partir de 1988, abrió su mercado e integró libros de literatura, sociología, filosofía, economía, historia, política, entre otros muchos temas, aunque todavía predominan los títulos religiosos.
Pilar S. de Gómez fundó, en 1968, la Librería Pigom, con la idea de especializarse en la venta de Literatura para niños*. La librería estuvo ubicada en la avenida Parque México, número 13, en la colonia Condesa de la ciudad de México. Según documenta Juana Zahar, para abrir la librería, Pilar S. de Gómez recorrió las editoriales mexicanas en busca de material y se percató de que en este país no se publicaba suficiente literatura infantil como para abastecer una librería especializada. Para poder ofrecer este servicio al lector infantil, Pilar S. de Gómez tuvo que importar libros de España, Inglaterra, Francia y los Estados Unidos.
Al poco tiempo, la señora Gómez organizó, en colaboración con Carmen García Moreno, entonces encargada de la biblioteca de la Escuela Moderna Americana, una feria del libro infantil en las instalaciones de esa escuela. El libro infantil cobró importancia entre los padres de familia y los propios niños y tuvo suficiente demanda para ampliar el negocio. Esta librería incluyó, en la parte superior, la exhibición y venta de juguetes educativos, también de importación.
En 1979, Carmen García y Pilar S. Gómez forman la Asociación Mexicana para el Fomento del Libro Infantil y Juvenil que, más adelante, se incorpora a la Asociación Internacional de Libros Infantiles, que tiene su sede en Basilea, Suiza. Desde 1979, la Asociación Mexicana tiene su sede en lo que hasta 1983 fue la Librería Pigom.
La señora García Moreno fue invitada, en 1981, a colaborar en la Dirección Adjunta de Bibliotecas, de la Secretaría de Educación Pública (SEP)*. Desde ahí, propuso la organización formal de la Feria Internacional del Libro Infantil. En 1983, la librería tuvo que cerrar sus puertas debido a la cancelación de importaciones y a la escasa producción de literatura infantil por editoriales mexicanas.
José Porrúa Estrada, con sus hermanos Indalecio y Francisco, fundó esta librería en 1900. Cuatro años después, empezaron a publicar Boletines bibliográficos y, en 1908, un catálogo de impresiones antiguas mexicanas. A esta publicación seguirían otras del mismo género, las cuales fijaron por mucho tiempo los precios de las ediciones mexicanas con valor tipográfico o histórico.
En 1910, la librería se establece en la esquina de las calles Justo Sierra y República de Argentina, entonces calles del Rélox y Donceles. En ese mismo año se inician los trabajos editoriales de los hermanos Porrúa. Tres años después aparecen los primeros títulos de la colección “Obras de América”. En 1914 se publica el libro Las cien mejores poesías líricas mexicanas, cuya edición fue preparada por Antonio Castro Leal, Manuel Toussaint y Alberto Vázquez del Mercado. También aparecen obras de autores como Antonio Caso, Enrique González Martínez y Efrén Rebolledo. En 1916, Genaro Estrada edita la antología Los poetas nuevos de México.
La empresa cambió su razón social por Porrúa Hermanos y Compañía cuando se retiró José Porrúa en 1933. En 1944 quedó constituida formalmente la Editorial Porrúa S.A. y también se inicia, con el libro Poesía, teatro y prosa, de Sor Juana Inés de la Cruz, la “Colección de Escritores Mexicanos”, que ha alcanzado más de noventa títulos.
La colección más popular de Editorial Porrúa es "Sepan Cuántos..." Esta serie se inició, aún sin denominación propia, el 2 de julio de 1959, con El periquillo Sarniento, de Fernández de Lizardi. El título "Sepan Cuántos..." aparece desde marzo de 1960, al publicarse La Odisea, de Homero. El título fue sugerido por Alfonso Reyes, pues la última vez que éste tuvo contacto con Porrúa, le preguntó el nombre de la colección donde iba a aparecer La Ilíada, que acababa de prologar para ellos. Porrúa le contestó que en la misma colección –aún sin bautizar- donde había aparecido El periquillo Sarniento. Don Alfonso lanzó un nombre: "Sepan Cuántos..." Porrúa reconoció la originalidad por lo que tenía de “principio de pregón”. La colección alcanzó más de 590 títulos representativos de la literatura, la historia y la filosofía universales.
Otra colección es “Biblioteca Porrúa”, que se inició a principio de los años setenta, con la publicación la Historia de la literatura náhuatl, de Ángel M. Garibay K., en cinco volúmenes. La colección ha editado sobre todo textos de carácter histórico.
A principios de los años noventa la editorial lanzó su cole
El español Pedro Robredo, fundador de la Librería Robredo, se formó como librero en la Librería Porrúa *. En 1908, se separó de esta empresa y en octubre de ese mismo año se estableció en la casa número 14 de la calle Puente de San Pedro y San Pablo (hoy, tercera calle del Carmen, esquina con segunda de San Ildefonso). En 1918, Robredo deja este lugar para instalar un despacho de libros en la calle del Relox número 3 (hoy, Argentina); tiempo después, en febrero de 1919, se traslada al número 1 de la primera calle del Relox (en lo que fuera la esquina que formaban las calles de Argentina y Guatemala), en donde funda la Librería Robredo en compañía de su hermano Juan; librería que, en manos de don Pedro Robredo, perdura hasta el año de 1934.
En 1935, Pedro Robredo traspasa la librería y se marcha a vivir a Puebla donde muere. José Porrúa Estrada, uno de los tres fundadores de la casa Porrúa, adquiere la librería a la cual incorpora en sociedad a sus hijos: José, Jerónimo y Rafael Porrúa Turanzas; cambia entonces la razón social por la de Antigua Librería Robredo, José Porrúa e Hijos. El negocio permanece en el mismo lugar. En 1941, al morir José Porrúa, su hijo José quedará al frente de la librería durante ocho años; en 1950, se marchará a España. La librería, entonces, queda a cargo de Jerónimo Porrúa hasta 1974, año en el que muere.
A partir de ese momento, Rafael, el tercero de los hijos y el hijo de éste (que lleva el mismo nombre), se encargan del negocio. Al realizar las obras de excavación, en el Centro Histórico de la ciudad de México, se descubre que precisamente debajo de la Librería Robredo está la Coyolxauhqui. Rafael tiene que trasladar el negocio a un pequeño local en la esquina de Havre y Reforma, el cual es cerrado sólo unos años después, al haber sido dañado por el sismo de 1985. Rafael decide finalmente donar su acervo a la Universidad Nacional Autónoma de México y muere en diciembre de 1988.
Pedro Robredo fue también editor y se dedicó al rescate de libros antiguos; la experiencia de la casa, como él mismo lo declaró durante la ceremonia de celebración del aniversario número 25 de la librería, se encauzaba hacia la compra y venta de libros de historia de México y de libros antiguos impresos en México o en el extranjero que se ocupan de la historia de los problemas nacionales.
Asociado, en un principio, con el español Luis Rosell, Robredo compró la Imprenta Aldina en la que publicó: La Historia Verdadera de la Nueva España, de Fray Bernardino de Sahagún, y La Historia Verdadera de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo, entre muchos otros. Como miembro de la Junta Directiva de la Sociedad de Bibliófilos Mexicanos, Pedro Robredo realizó las ediciones facsimilares de: Grandeza Mexicana, de Bernardo de Balbuena, Obras, de Carlos de Sigüenza y Góngora, Poemas inéditos, de Fray José Manuel M. de Navarrete, y La Crónica de la Merced de México, de Fray Cristóbal de Aldana.
La Librería Robredo se especializó en libros de ocasión. José Porrúa y sus hijos continuaron con la línea y el criterio que siguió Pedro Robredo en su librería, en cuanto a la compra y venta de libros antiguos.
La Antigua Librería Robredo, José Porrúa e hijos, realizó tertulias a las que asistieron, entre otros: Luis González Obregón, Artemio de Valle Arizpe, Manuel Toussaint, Genaro Estrada, Francisco Gamoneda, Carlos Rojas Peña, Francisco de la Maza, Andrés Henestrosa, Jesús Reyes Heroles y José Rojas Garcidueñas.
La nieta de José Porrúa, hija de Rafael, conserva una pequeña parte del acervo de la Librería Robredo en un local ubicado en la esquina de Venezuela y Brasil, y se llama simplemente "Librería".
La librería Tomo 17 se constituyó en agosto de 1989 y abrió sus puertas en noviembre de ese mismo año, en Insurgentes Sur 2098, ciudad de México. Sus fundadores fueron Samuel González Ruiz, Claudia y Alejandro Benítez, Stela Cuéllar y Rodolfo Mata.
Las áreas de especialización de la librería eran derecho, política, administración, humanidades, filosofía y, sobre todo, literatura y arte. Contaba con una cafetería donde se organizaron presentaciones de libros y lecturas de poesía moderna.
Había una sección de discos compactos de música clásica y otra destinada a la fotografía.
Tomo 17 cerró sus puertas a mediados de 1995.
La librería fue fundada por Andrés Zaplana en 1945 y se localizaba en San Juan de Letrán 41 (hoy Eje Central Lázaro Cárdenas), en la ciudad de México. En ella se vendían y distribuían materiales bibliográficos dedicados a temas diversos, desde física y astronomía hasta literatura, arte y libros de texto. Con el tiempo, Andrés Zaplana -quien desde 1964 hasta 1971 apoyó económicamente a la revista El Cuento* y fungió como jefe de redacción de la misma- abriría siete sucursales más, entre las que se encontraban la ubicada en Avenida Juárez 102, la de Insurgentes Sur 416, la de Avenida Hidalgo 128 y la de la calle de Palma 22, que después de su muerte (acaecida en 1971) pasarían a ser propiedad de su hijo, Andrés Zaplana Poulat, y de Antonio Tirado Lázaro. Años más tarde, y debido a la crisis económica por la que atravesaba la familia Zaplana Poulat, todas las sucursales fueron vendidas a diversos propietarios. En la actualidad, sólo son dos las librerías que conservan la ubicación y el antiguo nombre: la ubicada en la calle de Palma -cuyo propietario es Avelardo Ruiz- y la que se localiza en la calle Pedro Antonio de los Santos, que fue comprada por Manuel Gómez. Ambas se dedican a la venta de materiales bibliográficos en general y distribuyen los libros de las principales editoriales del país.
Primera gran cadena de librerías yucatecas. Inicialmente, fue una librería particular. En 1981 se decidió formar una Sociedad Anónima. Su fundador y administrador es Rolando Armesto. En la actualidad existen unas diez sucursales en Mérida, dos en Chichén Itzá y Uxmal, y tres que utilizan, por acuerdo, el nombre de Dante en Chetumal.
La empresa más importante del Grupo Dante es Producción Editorial Dante, que publica libros desde 1984 y cuyo domicilio se ubica en la calle 59, número 548, Mérida, Yucatán. En 1988 el Grupo Dante se asocia con el Fondo de Cultura Económica (FCE)* y en 1990 con la Distribuidora de Ediciones Pax.
La colección más conocida de la casa editora es la Colección Dante/Quincenal, que publica clásicos de la literatura universal. Dante también ha publicado obras maestras de la literatura yucateca, como La tierra del faisán y del venado, de Antonio Mediz Bolio, y Canek, de Ermilo Abreu Gómez.
En 1993 se fundó el Centro Cultural Dante, ubicado en la Prolongación del Paseo Montejo con la calle 17, Mérida, Yucatán. El objetivo del Centro Cultural es promover la lectura y las actividades artísticas. El Centro cuenta con librería, tienda de discos, servicio de correo y paquetería, área para niños, cafetería y el Auditorio Dante Alighieri, donde, entre otras actividades, se llevan a cabo exposiciones.
Bajo este rubro se agrupan varias librerías especializadas en la búsqueda de antiguas ediciones y libros de colección, así como de algunas novedades comerciales.
Ocho librerías de ocasión o de viejo: El mercader de libros, Los hermanos de la hoja, El inframundo, Bibliofilia, El gran remate, El mundo feliz, Librería de Viejo y Regia, están ubicadas a lo largo de la calle de Donceles, en el centro de la ciudad de México. Este conjunto de librerías pertenece a cuatro hermanos de apellido López Casillas que, asociados, decidieron continuar la tradición familiar de libreros, iniciada en la década de los cuarenta.
El padre de los hermanos López Casillas, Ubaldo López, comenzó sus actividades como librero, al lado de su cuñado Nicolás Casillas, en la Librería Otelo, fundada hace más de 60 años en las calles de Hidalgo, en el centro de la ciudad. Desde entonces, la familia se dedica al cultivo de esta tradición. Al independizarse de su cuñado, el padre de los hermanos López fundó, con otras personas, en 1946, el tianguis de la Lagunilla; se instaló en la calle de Paraguay, donde vendió libros sobre las aceras. De ahí se trasladó a Belisario Domínguez y después a la calle de Mina. Finalmente, ubicó su librería en la colonia Doctores, en la ciudad de México.
El primogénito fundó, en 1969, la primera librería de los hermanos y hasta la fecha opera de manera independiente. En 1986, cuatro hermanos más: Fermín, Leonardo, Juan y Mercurio instalan las librerías que hoy ocupan las calles de Donceles. Estos cuatro hermanos comenzaron el negocio en la calle República de Perú con la librería llamada Los Mercenarios de la Cultura; posteriormente, fundaron una más en la calle de Palma, llamada El mercader de libros, trasladándola poco después a su ubicación actual.
El grupo que conforman las Librerías de Ocasión, fundó el Centro Cultural Nicolás León, ubicado en el interior de una de las librerías. En este Centro, se ofrecen eventos culturales, exposiciones de gráfica y pintura, películas en video, obras de teatro, conferencias, mesas redondas y actividades de interés cultural general. Estas librerías, a decir de Mercurio López Casillas, son las más grandes en su género. Además, el grupo ha intentado profesionalizar la venta de libros de ocasión, como se les llama, mediante la aplicación de estrategias de organización, clasificación y ajuste de precios, para ofrecer un servicio de calidad a los clientes.
Como iniciativa peculiar en México, las librerías ofrecen la oportunidad, al público en general, de consultar y hasta leer cualquier libro dentro de las instalaciones del Centro Cultural, sin necesidad de comprarlo.
Recientemente, en el sur de la ciudad (Av. Miguel Ángel de Quevedo, colonia Chimalistac), se fundó la librería La Torre de Viejo, con unos 22 mil títulos distintos y ediciones de los siglos XVI al XX.
véase Librería General, Librería Biblos, Librería Robredo, Librerías de Ocasión, Librería Botas, Librería El Volador, Librería Navarro, Librería de Orortiz
La distribución de libros universitarios se inició en 1942 y 1943, cuando el Departamento de Distribución de Libros Universitarios contaba con una librería que vendía las ediciones de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
Con la creación de la Dirección General de Publicaciones de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)* y con el otorgamiento de un edificio propio a la Imprenta Universitaria, la Universidad se vio en la necesidad de abrir más canales para poder distribuir mejor su producción bibliográfica. A ello se debió la creación de otras librerías, como la ubicada en Justo Sierra, misma que se inauguró en 1952; la de la Zona Comercial, localizada en Ciudad Universitaria, a un costado de la torre de Rectoría, que fue inaugurada el 21 de julio de 1956; en 1969 abrió sus puertas otra, localizada en Insurgentes Sur 229. El gerente de la librería universitaria ubicada en Ciudad Universitaria, Carlos Bosch García, afirmaba que las metas de esta dependencia consistían en no limitarse a la simple distribución de libros publicados por la Universidad, sino también difundir en el terreno nacional e internacional la producción de profesores e investigadores y reorganizar los sistemas de distribución y propaganda e informar a los universitarios sobre las novedades bibliográficas editadas o no por la Universidad. Desde 1956 estas librerías no sólo se concretan a la venta de libros editados por la UNAM, sino que venden material de diversas editoriales.
A partir de 1957 comenzó la apertura de librerías universitarias en provincia, que se instalaron en planteles universitarios y de enseñanza superior, mediante convenios establecidos por medio de la Asociación de Universidades. Hacia 1961, la Universidad contaba con más de 20 librerías en provincia y para 1970 ya había, además de la librería universitaria de la zona comercial de Ciudad Universitaria, la de la Facultad de Filosofía y Letras y dos más ubicadas en preparatorias. En 1977, con la reestructuración del sistema de librerías, se estableció la del Palacio de Minería, y en 1980 se inauguró la primera librería universitaria en la Escuela Nacional de Estudios Profesionales (ENEP) Acatlán. Desde entonces, la Universidad ha abierto nuevos locales –ubicados en distintos lugares tanto de provincia como de la ciudad de México- por medio de los cuales mantiene el propósito primordial de hacer que su producción bibliográfica llegue a los miembros de su comunidad y a la sociedad en general. Los locales ubicados en la ciudad de México son varios: el de la zona comercial de Ciudad Universitaria, la Librería Julio Torri (en el Centro Cultural Universitario), la del Palacio de Minería (en Tacuba 5), cinco librerías del Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH), cuatro en las ENEP, la librería de Cuautitlán y la ubicada en la Casa Universitaria del Libro*. Todas dependen de la Dirección General de Fomento Editorial de la UNAM.
Organismo de tendencia izquierdista fundado a finales de 1933. Sus fines principales fueron luchar contra el imperialismo y el fascismo, apoyar las luchas de los trabajadores y unificar a los intelectuales progresistas. Los integrantes apoyaban a la Unión Soviética y creían en la función social del arte y en el intelectual como militante activo. Entre sus propuestas se hallaba la de hacer llegar a las masas la obra literaria y artística. En 1936, la Liga ya se había integrado en secciones: literatura, música, artes plásticas, teatro y pedagogía. Los órganos editados por la LEAR fueron la Hoja popular y la revista Frente a Frente*.
Su sede se hallaba en la calle de San Jerónimo 54-A, en la ciudad de México, con reuniones previas en el claustro del exconvento de La Santísima. Luego, las oficinas generales pasaron a Donceles 70. El primer presidente fue Juan de la Cabada. En mayo de 1936, el Comité ejecutivo se renovó; quedó como presidente el músico Silvestre Revueltas. Posteriormente, ocupó dicho cargo el novelista José Mancisidor.
Entre los escritores que asistieron a la junta constitutiva se encontraba Juan de la Cabada, Ermilo Abreu Gómez y el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón. También ingresaron autores como Rafael F. Muñoz, José Rubén Romero, José Revueltas, Arqueles Vela, Agustín Yáñez y Efraín Huerta.
Los miembros de la LEAR realizaron congresos, exposiciones, conciertos, conferencias, funciones de teatro, ciclos de cine, mesas redondas, cursos de idiomas; también colaboraron con agrupaciones políticas y democráticas con volantes, folletos y manifiestos. A través de Ediciones Lear, publicaron libros de tendencia socialista y de carácter literario. Muchas de estas actividades fueron descritas en el órgano Frente a Frente.
El 4 de noviembre de 1936, la organización realizó un magno homenaje a Federico García Lorca en el Palacio de las Bellas Artes (Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura*). Dentro del programa se incluían conferencias de José Revueltas, Germán List Arzubide y Juan Marinello. La LEAR organizó este acto con la cooperación del Frente Popular Español y de la Juventud Comunista de México.
En 1937, la Liga designó una delegación integrada por José Mancisidor, Juan de la Cabada, Fernando Gamboa, Octavio Paz, María Luisa Vera, José Chávez Morado, Carlos Pellicer y Silvestre Revueltas, con el fin de que se trasladaran a España para participar en el Congreso de Escritores Anti-Fascistas. Cabe señalar, sin embargo, que ni Octavio Paz ni Carlos Pellicer pertenecían a la LEAR y que, según el primero, fueron realmente invitados por los organizadores del congreso en España porque éstos consideraron que ninguno de los escritores de la Liga era representativo de la literatura mexicana.
El organismo, que también realizó un Congreso de Escritores, inaugurado en Bellas Artes, se debilitó paulatinamente a partir de 1937, cuando algunos miembros de la sección de Artes Plásticas se separaron. En junio de 1938, un grupo reinició la publicación de la revista Ruta* como órgano no oficial de la Liga, pero sin romper con ésta. Fue un año de divergencias. La Liga desapareció en 1939, así como las revistas Ruta y Frente a Frente; esta última se había dejado de publicar en 1938.
[Órgano oficial de la sociedad de alumnos de la Facultad de Pedagogía, Letras y Ciencias de la Universidad Veracruzana. (1964-1965)]
DIRECTORAS: Margarita Gómez Santillana Ortíz y Berta Piñero Sosa
TESORERÍA: Julieta Lascuráin Rangel
COLABORADORES: Ana María Mora, Concepción Castillo y María Reva
DOMICILIO:
PERIODICIDAD: mensual
La revista Líneas sólo publicó cinco números y presentó diversos cambios en su periodicidad, contenido, dirección y colaboradores. Comenzó siendo una publicación mensual (el primer número vio la luz en septiembre de 1964), pero hubo meses en que no se publicó y finalmente desapareció en mayo de 1965 (la última entrega fue en abril de ese año). La Dirección, en sus inicios, corrió a cargo de Margarita Gómez Santillana Ortíz y Berta Piñero Sosa, pero a partir del número 4 (marzo de 1965) Margarita Gómez abandona su puesto y la substituye Luis Manuel Ortíz Zetina. En esta entrega también hay cambios en la lista de los colaboradores-fundadores.
Respecto de su contenido, al inicio se publican textos sobre temas de antropología, historia, filosofía, música, cine y literatura, pero a partir de la cuarta entrega se pone énfasis en las obras ensayísticas y de creación literaria; según se explica en la "Editorial", la revista pretende consolidarse en la línea literaria. Poesía, cuento y ensayo serían los motivos de los números posteriores.
El 13 de mayo de 1846, el Congreso de los Estados Unidos de Norteamérica declaró la guerra a México. Esta terminaría dos años después con la derrota de las fuerzas mexicanas y la proclamación del Tratado de Guadalupe Hidalgo en 1848. México cedía a Estados Unidos Arizona, California, Nuevo México, Utha, Nevada y regiones de Colorado.
Las leyes contenidas en el tratado, protectoras de los derechos de los mexicanos radicados en esos estados, fueron sistemáticamente violadas. Desde entonces, se vivirían años de restricciones y vejaciones. A los antiguos pobladores de estos territorios se les prohibió la práctica del idioma y de las costumbres; sus propiedades fueron arrebatadas por medios ilegales y sus derechos a la educación y el empleo fueron condicionados.
Algunos investigadores consideran la firma del Tratado de Guadalupe como el comienzo de la literatura chicana. Otros ubican la historia del movimiento binacional desde la postrimería del siglo XVI.
El término chicano aparece a mediados de la década de los cincuenta. En un principio, se usaba en forma despectiva para identificar a las personas de clase baja que inmigraban a los Estados Unidos. A partir de los sesenta, el término adquirió una connotación positiva.
La literatura chicana incluye todos los géneros: cuento, novela, poesía y literatura dramática. Además, se considera dentro de este rubro a los escritores que abarcan la temática social y racial de los hispanos en Estados Unidos, así como los méxico-norteamericanos con interés por otros temas.
Esta literatura ha sido escrita tanto en inglés como en español. En las últimas dos décadas, dice el crítico Charles Tatum, un grupo escribe en el inglés literario común, otro en español, y un tercer grupo de escritores recurre a una mezcla natural de inglés y español llamado espanglés o spanglish, tex-mex o pocho.
El nacimiento de la literatura chicana, según opinión unánime de los críticos, se ubica a finales de la década de los cincuenta. No obstante, existen abundantes antecedentes que dan forma a la irrupción de obra chicana después de los años sesenta.
Ya en La Gaceta, de Santa Bárbara, en 1881, se publicaron las aventuras de Joaquín Murrieta, legendario rebelde social, chicano. Se trata de una versión novelada que describe la infancia de Murrieta en Sonora, su viaje a California en su juventud (1850), el asesinato de su hermano por las autoridades, sus primeros encuentros con la ley y su vida de prófugo de la justicia.
Manuel M. Salazar dio a conocer en 1881 la primera novela chicana publicada: La historia de un caminante, o Gervacio y Aurora. En esta novela se relatan las aventuras amorosas de Gervacio. Más tarde, Eusebio Chacón publica dos novelas escritas en español, aparecidas en 1892: El hijo de la tempestad y Tras la tormenta, la calma. Aparece también en la escena Miguel Antonio, gobernador del territorio de Nuevo México de 1897 a 1906. Escribió, entre otros, el libro My life on the Frontier (1897), en el que describe sus experiencias de niño y de joven en Kansas, Colorado y Nuevo México. Andrew Gracía escribió el libro Tough Trip Through Paradise, entre 1878 y 1879. El manuscrito fue rescatado en el siglo XX y publicado en 1967.
A principios del siglo, entre 1910 y 1929, Benjamín Padilla, bajo el seudónimo de Kaskabel, dio a conocer en periódicos estadounidenses numerosas estampas de la vida de aquellos pueblos de Texas, Nuevo México, Arizona y California. Escribió notas satíricas sobre asuntos relacionados con los estadounidenses: “Los celos de don Crispín” y “Los ricos pobres y las peladas ricas”, entre otras.
Contemporáneo de Kaskabel es Julio G. Arce, quien escribió, con el seudónimo de Jorge Ulica, en periódicos del suroeste y de California durante los años veinte. Bajo el título de Crónicas diabólicas se recogen los artículos en los que el autor critica la vida de los estadounidenses.
Figura importante de los años veinte es Daniel Venegas, autor de Las aventuras de don Chipote o Cuando los pericos mamen (publicada en 1928 por El Heraldo de México, de Los Ángeles). Esta novela es considera el antecedente de la novelística chicana por su estilo, temática y género. El autor se asume expresamente como chicano, aunque no nació ni se nacionalizó en Estados Unidos. A decir del crítico Javier Díaz Perucho, si bien el autor emigró a California, donde ejerció, entre otros oficios, el periodismo en las páginas de El Heraldo de México y La opinión, además de haber sido fundador del semanario humorístico El Malcriado, no se ha comprobado que haya sido ciudadano estadounidense.
En la narrativa destacaron Felipe Maximiliano Chacón, con la novela Eustacio y Carlota (1924), en la que acude a formas del romanticismo decimonónico, Josefina Neggli, quien publicó Step Down, Elder Brother (1947) y Mario Suárez con Senior Garza (1947). Se escribieron también algunas leyendas populares, como Spanish Folk Poetry in New México (1943), de Arthur Campa y With his pistol in his hand (1958), de Américo Paredes.
En esta época se editó gran cantidad de obra poética. Vicente Bernal escribió el libro de poesía Las primicias (1916) y Felipe M. Chacón, Poesía y prosa (1924). También publicaron Julio Flores, María Enriqueta Betanza, Felipe Maximiliano Chacón, Antonio Plaza, Moisés Dantés, entre muchos otros.
El más conocido de los poetas religiosos fue Fray Angélico Chávez, quien publicó varios volúmenes: Arropado por el sol (1939), Once piezas líricas sobre la mujer y otros poemas (1945) y Poemas selectos con una Apología (1969).
También figuró la poesía social y de orgullo cultural como la de López Ayllón, de quien destacan el elogio al idioma español titulado: Composición poética en loor del idioma castellano (1914) y el soneto “Mi raza” (1927).
La nueva faceta de la literatura chicana inicia con la novela Pocho (1959), de José Antonio Villarreal. La novela de Villarreal es publicada por una connotada editorial, en tanto que las anteriores novelas habían sido presentadas de manera clandestina y prácticamente no se difundían. La novela de Villarreal abre el camino de la novelística chicana hacia la industria editorial y su amplia difusión. Esta novela, a diferencia de lo escrito anteriormente, se aleja del documento de denuncia o sociológico y crea personajes imaginarios con destinos individuales. Villarreal escribió también El quinto jinete (1974), única novela chicana, escrita hasta ahora, que se refiere al periodo anterior a la Revolución Mexicana.
Durante la década de los sesenta destaca la producción artística del grupo Teatro Campesino, fundado en 1965 por Luis Valdez. La compañía fue creada para apoyar la huelga de los viticultores del Valle de San Joaquín. Algunas de las obras del grupo son Las dos caras del patroncito (1965), La Quinta Temporada (1966) y Los vendidos (1967). El Teatro Campesino es antecedente central en la creación de la literatura chicana contemporánea.
En los sesenta destaca la obra City of night (1964), de John Rechy, novela que aborda la homosexualidad. Más adelante, este autor publicó The Sexual Outlaw (1977), Rushes (1979), Bodies and Souls (1983), entre otras. También en esta década se publicó Plum Plum Pickers (1969), de Raymond Barrio, en la que se exponen los sufrimientos del campesino chicano. Richard Vázquez escribió Chicano (1970), novela en la que se narran sucesos posteriores a la Revolución, a lo largo de varias generaciones de chicanos. Otras de obras de este autor son The Giant Killer (1978) y Another Land (1982).
Entre 1971 y 1975, se escribe una novela chicana con mayor madurez. En estos años destaca Tomás Rivera, quien escribió la segunda novela totalmente en español: ...y se lo tragó la tierra (1971); es considerada una de las más importantes en la literatura chicana. También publicaron en estos años Arthur Tenorio, Blessing from Above (1971) y Ernesto Galarza, Barrio Boy (1971).
Óscar Zeta Acosta, abogado chicano, publicó The Autobiography of a Brown Buffalo (1972) y The Revolt of the Cockroach People (1973), que tratan de una odisea personal, con ánimo de descubrirse a sí mismo y encontrar su relación con el pasado cultural.
Rolando Hinojosa, con la novela Klail City y sus alrededores (1976), ganó el premio de novela otorgado por la Casa de las Américas, La Habana, en 1976. Más adelante publicó Mi Querido Rafa (1981), The Valley (1983), Partners in Crime (1984) y The Useless Servants (1993), entre otras.
Otro éxito de la narrativa chicana parece ser el de Alejandro Morales. Ha escrito, entre otros libros, Caras viejas y vino nuevo (1975), escrita en espanglés y publicada por Joaquín Mortiz; La verdad sin voz (1979), novela que relata la historia de un anglo en Texas, fusilado por la policía por ayudar a los inmigrantes mexicanos. Más tarde escribió Reto en el Paraíso (1983), The Brick People (1988) y The Rag Doll Plagues (1992), tal vez el único ejemplo de la ciencia ficción chicana.
De Rudolfo Anaya destacan Bless me, Última (1972), Heart of Aztlán (1976) y Tortuga (1979) y Zia Summer (1995). Miguel Méndez publicó Peregrinos de Aztlán (1974), obra de difícil estructura y lenguaje. Ron Arias escribió The Road to Tamazunchale (1975), considerada una novela singular, que ha causado controversias en los círculos literarios chicanos; la tildan de comercial e insignificante.
Entre los novelistas de las tres últimas décadas del siglo XX se encuentran Aristeo Brito, quien ha escrito El diablo en Texas (1976). El autor relata la adquisición sistemáticamente violenta e ilegal de tierras pertenecientes a mexicanos.
Orlando Romero escribió Nambé Year One (1976), novela llena de reminiscencias, ecos e imágenes de los días de infancia del narrador. Un año después, Nash Candelaria publicó Memories of the Alhambra (1977). Esta novela parece formar parte de una trilogía de la que se conoce sólo otra novela: Not By the Sword (1982).
Otro autor importante es Rubén Darío Sálaz, quien en su colección de Cuentos del suroeste (1978) mira nostálgicamente hacia el pasado. Daniel Garza escribió Saturday Belongs to the Palomina (1972). Arturo Rocha Alvarado es autor de Crónica de Aztlán (1977). Saúl Sánchez publicó Hay Pesha Lichans tu di flac (1977), especie de transcripción fonética de una supuesta pronunciación chicana del juramento de lealtad a la bandera de Estados Unidos.
Entre los más recientes novelistas aparece Arturo Islas, que publica The Rain God (1984) y Sergio Elizondo, que publica en México Muerte en una estrella (1985), novela que denuncia la persecución policiaca racial. Abelardo Delgado, reconocido poeta chicano, incursiona en la novela con Letters to Louise (1982). David Rice escribió Give The Pig a Chance (1995) y Fausto Avendaño, el libro de cuentos El sueño de siempre y otros cuentos (1996).
Entre las novelistas chicanas destacan Gina Valdez, quien ha escrito There Are no Madmen Here (1981), Bertha Ornelas, quien publicó Come Down from the Mound (1975), Isabella Ríos, con la novela Victum (1976), y Katherine Quintana Ranck, con Portrait of Doña Elena (1982). En años recientes, las mujeres han incursionado más en la novela. Ejemplo de ello son Sylvia López-Medina, con Cantora (1993), Ana Castillo, con Spogonia (1994), Demetria Martínez, con Mother Tongue (1994), Lucha Corpi, con Cactus Blood (1995) y Tina Juárez, con Call No Man Master (1995).
El cuento chicano se ha desarrollado de manera importante. Sabine Ulibarrí, poeta, ensayista y autora de cuentos, ocupa un lugar importante en las letras chicanas de hoy. Ha escrito originalmente en español y sus colecciones de cuentos aparecen en ediciones bilingües. Ha publicado Tierra amarilla: cuentos de Nuevo México (1971), Mi abuela fumaba puros (1977), Primeros encuentros (1982), Sueños/Dreams (1994), entre otros. En este género, Estela Portillo Trabley publicó el libro Rain of Scorpions (1975); Sandra Cisneros, The House of Mango Street (1983); Mary Helen Ponce, Recuerdo (1983); Helen Viramontes, The Moth (1985); Alicia Gaspar de Alba, The Mystery of Survival and Other Stories (1994); Patricia Martín Preciado, Songs My Mother Sang to Me (1993) y El milagro and Other Stories (1996).
En cuanto a poesía, es abundante en las preferencias de los escritores chicanos. Durante los sesenta y a principios de los setenta, la tendencia central fue escribir poesía social, estridente y de denuncia. En este ámbito destacan, entre otros, poetas como Ricardo Sánchez con Hechizo Spells (1976), Luis O. Salinas, con Crazy Gypsy (1979), Rafael Jesús González, que escribió El hacedor de imágenes (1977), Leroy Quintanilla, con Hijo del pueblo (1976). Entre las mujeres poetas están Nina Serrano, con el libro Canciones del corazón, Dorinda Moreno, con su libro La mujer es la tierra, la tierra de vida (1975), Margarita Cota, con Noches despertando inconciencia (1975), Marina Rivera, quien publicó Sobra (1977), y Miriam Bornstein Somoza, con Bajo cubierta (1976), entre muchas otras.
En los ochentas y noventas se publicaron, entre muchos otros libros de poesía, Father is a Pillow Tied to a Broom (1980) y Where Sparrows Work Hard (1981), de Gary Soto; Palabras de mediodía/Noon Words, de Lucha Corpi (1980); Voces de la gente (1982), de Joe Olvera; Shaking off The Dark (1983), de Tino Villanueva; The Story of Home (1993), de Leroy Quintana; Loose Woman, de Sandra Cisneros (1994) y Night Train to Tuxtla (1994), de Juan Felipe Herrera.
Reciben este nombre las obras escritas por un grupo de autores que trataron de rescatar el espíritu nacionalista por medio del conocimiento de la época de la Colonia en México. Aunque el auge de esta literatura tuvo lugar entre 1917 y 1926, todavía después se siguieron produciendo este tipo de obras.
Esta tendencia tuvo su origen, según José Luis Martínez, en los estudios sobre arquitectura colonial del miembro del Ateneo de la Juventud*, Jesús T. Acevedo, y en las crónicas y monografías de Luis González Obregón y del Marqués de San Francisco (Manuel Romero de Terreros) sobre distintos aspectos de la vida colonial. En cierta forma, y a pesar de su postura crítica, este interés por rescatar el pasado colonial representó una actitud reaccionaria frente a la preocupación fundamental que constituían en ese momento los asuntos relativos a la Revolución (véase Narrativa de la Revolución*). Sin embargo, José Luis Martínez asegura que es precisamente la caótica situación política y económica del momento la que propició esta actitud de "huida" hacia el pasado. Por su parte, en una entrevista con Emmanuel Carballo, Julio Jiménez Rueda afirma que el colonialismo en literatura tenía la intención de evadirse del periodo revolucionario y de buscar situaciones anteriores estables. Se afanaban en la búsqueda de una raíz mexicana. También fue una reacción contra el influjo francés o “afrancesamiento” que privaba sobre el Modernismo*: practicaban el “españolismo” en el idioma y en las anécdotas, con una forma, casi siempre, “poemática”. Entre los géneros que el movimiento incluyó, se contaba la novela, la poesía e incluso el teatro.
Fueron de tema colonialista algunas obras publicadas entre 1917 y 1926 por escritores como Francisco Monterde, Julio Jiménez Rueda, Ermilo Abreu Gómez, Manuel Toussaint, Artemio de Valle-Arizpe, Genaro Estrada y Alfonso Cravioto.
Francisco Monterde, poeta, dramaturgo y novelista, conocedor profundo de las letras mexicanas, ha escrito estudios sobre Balbuena, Lizardi, Prieto y el Modernismo en Hispanoamérica. A él se debió la creación, en 1939, de la Colección “Biblioteca del Estudiante Universitario”, colección que tiene más de setenta volúmenes (Véase Dirección General de Publicaciones de la Universidad Nacional Autónoma de México*).
Julio Jiménez Rueda se dedicó por completo a la crítica y a la historia de la literatura. Sus actividades e investigaciones han girado en torno a la vida de Juan Ruiz de Alarcón y a las herejías y supersticiones en la Nueva España. Entre sus libros, destacan Vidas reales que parecen imaginarias, publicado en 1947, y Novelas coloniales, del mismo año.
Ermilo Abreu Gómez fue autor dramático y novelista. Destacan sus estudios acerca de las personalidades literarias de la Colonia, como el de Sor Juana Inés de la Cruz.
Manuel Toussaint realizó una amplia investigación crítica alrededor de ese periodo de la historia mexicana.
Artemio de Valle-Arizpe fue el más preocupado por divulgar el conocimiento de esa época a través de sus ensayos, novelas, biografías, relatos, estampas y monografías. Recibió el título de "Cronista de la Ciudad".
Sobre la Colonia, Genaro Estrada escribió dos obras: Visionario de la Nueva España (1921) y Pero Galín (1926); esta última constituye una aguda crítica al movimiento literario colonialista.
Alfonso Cravioto incursiona también en esta temática en.el libro de versos El alma nueva de las cosas viejas (1921), donde reúne estampas sobre diversos aspectos y personajes de aquella época.
Todos estos escritores, que luego siguieron otros derroteros dentro de las letras, buscaban en esos años difundir una visión desmitificada de un periodo particularmente doloroso de la vida nacional.
Esta manifestación literaria se considera una derivación del realismo en tanto que posee un afán de describir objetivamente las costumbres, actitudes y modos de desarrollo de alguna colectividad o de alguna región. Las novelas de contenido rural, regionalista o de inspiración o ambiente provincianos, poseen elementos costumbristas, así como también ciertas obras urbanas o manifestaciones de Literatura Popular*, Narrativa Indigenista*, Narrativa de la Revolución* o Narrativa de la Posrevolución*. Claros antecedentes de este tipo de obras son novelistas decimonónicos como José Joaquín Fernández de Lizardi, Juan Díaz Covarrubias, Justo Sierra O’Reilly, Luis G. Inclán, Vicente Riva Palacios, José Tomás de Cuéllar, Manuel Payno o Ignacio Manuel Altamirano, entre otros muchos.
Ermilo Abreu Gómez opina que Ángel de Campo (Micrós) es uno de los más notables costumbristas mexicanos dentro de la línea de Lizardi y de Cuéllar, y para Martín Luis Guzmán, es uno de los escritores más originales que ha tenido México. Con novelas como La Rumba (1890-91) o cuentos como "El pinto", en Ocios y apuntes (1890), Micrós –apoyado también en el naturalismo- traza las costumbres de la urbe porfiriana en un ambiente de miseria material y espiritual. Cabe aclarar que La Rumba, si bien fue publicada por entregas en El Nacional entre el 23 de octubre de 1890 y el 1° de enero de 1891, no fue dada a conocer en forma de libro sino hasta 1951, en una edición de Elizabeth Helen Miller limitada a 50 ejemplares; posteriormente, en 1958 se publicaría con un tiraje más amplio.
Otros autores que le han dado gran importancia al costumbrismo y al elemento provinciano son José López Portillo y Rojas, con novelas como La parcela (1898) y Fuertes y débiles (1919) o la colección de relatos Historias, historietas y cuentecillos (1918), donde aparece el célebre cuento realista “Reloj sin dueño”; y Rafael Delgado, con obras como La calandria (1890), Los parientes ricos (1901-1902) e Historia vulgar (1904).
Santa (1903), de Federico Gamboa, aunque influida por el naturalismo de Émile Zola, posee también algunos rasgos del costumbrismo. Lo mismo puede decirse de La Malhora (1923), de Mariano Azuela. Aunque con una técnica innovadora, si tomamos en cuenta el resto de su producción, La Malhora incluye descripciones de los barrios bajos de la ciudad y malas costumbres, como el alcoholismo y la drogadicción, así como la animalización de los personajes. Los elementos naturalistas son importantes en esta novela.
Otras obras de carácter costumbrista y provinciano de las primeras décadas del siglo XX son el libro de cuentos Bocetos provincianos (1907), del zacatecano Severo Amador; Clementina Sotomayor, novela mexicana (1911), de Jesús María Rebollar; Paulina, novela tabasqueña (1912), de Teutila Correa de Carter; Carmen, novela regional mexicana (1913), de Salvador Torres Berdón, y Los amores de la gleba, novela vulgar (1914), de Francisco de Asís Castro.
El jalisciense Martínez Valadez publica Visiones de provincia en 1918 y Alma solariega en 1923, año en que Carlos Noriega Hope da a conocer La inútil curiosidad. Cuentos mexicanos. Un año después, Ignacio Valdespino y Díaz da a la luz la novela Lupe. Isidro Fabela también escribió dos libros de cuentos con carácter costumbrista: La tristeza del amo (1915) y ¡Pueblecito mío! (1958).
Novelas de este tono son también María de los Ángeles, novela mexicana (1932), de Guadalupe Unda de Sáenz; Las perras (1933), de Justino Sarmiento; María del olvido, novela mexicana (1936), de Jesús Millán; Mi caballo, mi perro y mi rifle (1936) y La vida inútil de Pito Pérez (1938), ambas de José Rubén Romero; Los abrasados, novela tropical (1937), de Alfonso Taracena, y Juanita (1942), de Héctor Morales Saviñón.
Juan José Arreola publica en 1943 un cuento costumbrista: Hizo el bien mientras vivió y, en 1963, la novela La feria. Al filo del agua (1947), de Agustín Yáñez, posee también elementos del costumbrismo.
Hay numerosos autores costumbristas o de ambiente provinciano, entre los que cabe mencionar a Gregorio López y Fuentes, con Arrieros, novela mexicana (1944); Rogelio Barriga Rivas, con La Guelaguetza (1947); Patricia Cox, con Umbral, novela provinciana (1948); Carlos Chávez Landeros, con Luna roja; un paisaje humano del campo de México (1959); Edmundo Valadés, con La muerte tiene permiso (1953); Carlos Owen, con Horizontes de redención, novela del campo (1958) y Sergio Golwarz, con Entrada prohibida, una novela picaresca mexicana (1959).
En el siglo XVIII, el fraile franciscano Manuel Antonio Rivas se dio a la tarea de escribir y publicar un relato de viaje a la Luna, Sizigias y cuadraturas lunares (1775), en donde se encontraba con una sociedad utópica. El fraile fue acusado de herejía y llevado al Tribunal de la Inquisición; años más tarde fue absuelto de los cargos que se le imputaron por la publicación de esta obra.
Miguel Ángel Fernández, entre otros autores, ubica el origen de la ciencia ficción en México con la publicación de la obra del fraile. Fernández apunta que, aun cuando los críticos anglosajones han situado el surgimiento de la ciencia ficción moderna en 1818, con Frankenstein, de Mary Wollstonecraft Shelley , la obra del fraile cumple no sólo con las características de aquello que se ha conocido como protociencia ficción, sino que incluye rasgos de lo que se ha definido propiamente como ciencia ficción moderna. Si se considera la definición del género de Brian Aldiss, quien ubica, por vez primera, el nacimiento del este género en 1818, dice Fernández, se advertirá que el cuento de Rivas conjunta los elementos que dan origen a una obra contemporánea de ciencia ficción: la búsqueda por la definición del hombre y su posición en el universo basada en el avance, aunque sea confuso, del conocimiento científico.
Sebastián Camacho Zulueta escribió en el primer número de El Ateneo Mexicano, revista publicada por una sociedad literaria y científica que llevaba el mismo nombre, creada en 1840, en la ciudad de México, un artículo sobre el daguerrotipo y otro sobre globos aerostáticos. En el mismo número, con el seudónimo Fósforos Cerillos, escribió el cuento "México en el año 1970", en el que imaginó la aplicación y la utilidad, en el futuro, del par de inventos sobre los que había escrito.
También en el siglo XIX destaca Pedro Castera, con sus cuentos "Un viaje celeste" (1870) y "Querens" (1890). A principios del siglo XX, Eduardo Urzáiz, publicó la que se ha considerado como la primera novela de ciencia ficción, Eugenia (esbozo novelesco de costumbres futuras) (1919).
Quizá uno de los autores de finales del siglo XIX y principios del XX más representativos del género es Amado Nervo, quien, en sus cuentos y poemas, aborda temáticas relacionadas con viajes espaciales. Para algunos críticos, el cuento "La última guerra" (1906) inaugura el género de ciencia ficción en México. Entre muchos otros relatos, el narrador y poeta escribió "El donador de almas" (1902), "Yo he estado en el espacio" (1905), "El gran viaje" (1917).
Otros aportes importantes de la primera mitad del siglo XX son "La conquista de la luna" (1917), de Julio Torri; "Cómo acabó la guerra en 1917" (1917), de Martín Luis Guzmán; La vuelta al mundo en 24 horas: novela futurista (1928), de Carlos Samper; "Mi tío Juan" (1934), de Francisco L. Urquizo; "Cinq Heures sans Coeur" (1938), de Bernardo Ortiz de Montellano; "La lluvia roja" (1938), de Enrique González Martínez; "Troka, el poderoso", de Germán List Arzubide (1938).
Algunos autores no considerados dentro de este género hicieron también importantes contribuciones. Entre otros, Juan José Arreola escribió los cuentos "Baby HP" y "Anuncio", incuidos en Confabulario (1952) y Carlos Fuentes dio a conocer "En defensa de la trigolibia" y "El que inventó la pólvora, en Los días enmascarados (1954).
En los años sesenta y setenta se realizan varios intentos para impulsar la literatura de ciencia ficción en México, con algunos logros. Es el caso de Crononauta (1964) revista de ciencia ficción y fantasía, editada por René Rebetez, nacido en Colombia y radicado en México, y Alejandro Jodorowsky, con colaboraciones, en su mayoría, de autores nacidos en México. En 1968 se publicó el libro Mexicanos en el espacio, de Carlos Olvera, y La nueva prehistoria y otros cuentos, de René Rebetez.
Pero, a decir de Gabriel Trujillo, es en la década de los ochenta cuando la literatura de ciencia ficción arranca de manera definitiva. La instauración del Premio Puebla*, en 1984, dedicado a reconocer anualmente lo mejor de esta literatura, marca una pauta importante en el desarrollo de la narrativa de ciencia ficción.
Los jóvenes reunidos en torno de este proyecto tuvieron, entre sus propósitos, trabajar una literatura de ciencia ficción alejada de esquemas anglosajones, que se erigiera con rasgos propiamente mexicanos.
Una de las contribuciones más importantes es la novela La primera calle de la soledad (1993), de Gerardo Horacio Porcayo. A partir de la publicación de esta novela aumentó la creación y difusión del género en ciudades como Puebla, Guadalajara, Tijuana, Mexicali, Tlaxcala y la ciudad de México.
Los autores de literatura de ciencia ficción buscan alejarse de etiquetas, incursionando en las fronteras entre los géneros. Estos autores disfrutan de cierta libertad, que los vuelve altamente propositivos, debido a que no se insertan en las demandas del mercado, sino que aspiran a búsquedas personales más profundas. En años recientes, la ciencia ficción, el terror y la fantasía están empezando a ser aceptadas como parte de la escena literaria.
Varios grupos han contribuido al desarrollo de esta literatura. Es el caso de la Asociación Mexicana de Ciencia Ficción y Fantasía (AMCyF). Por su parte, los integrantes del Círculo Independiente de Ficción y Fantasía (CIFF) han organizado eventos en Puebla, la ciudad de México y Tlaxcala; montaron un taller de nuevas literaturas y, con la Universidad Autónoma de Tlaxcala, lanzaron el concepto de Festival Internacional de Ficción y Fantasía, el cual se realiza cada año en la ciudad de Tlaxcala.
Ha habido en México numerosas publicaciones dedicadas a esta literatura, no todas de la misma calidad o permanencia. Algunas han sido sólo intentos que pronto acabaron, por distintas razones.
Una de las empresas editoriales, en general, más importantes ha sido la de Federico Schaffler, quien ha publicado, desde 1996, en Nuevo Laredo, México, la revista Umbral, que incluye principalmente ciencia ficción mexicana. Este escritor también publicó tres antologías de literatura de ciencia ficción mexicana contemporánea, Más allá de lo imaginado I, II y III (1991,1991 y 1994), así como la antología temática del quinto centenario de la llegada de Colón a América, Sin permiso de Colón (1993).
Otras revistas importantes han sido Estacosa, dirigida por Mauricio-José Schwarz e iniciada en 1991 y Asimov, editada por José Zaidenweber y Salomón Bazbaz, de 1994.
En las últimas décadas han proliferado las revistas o fanzines electrónicos, entre los que se encuentran La langosta se ha posado y Golem.
Son varios los autores mexicanos dedicados a esta literatura. Héctor Chavarría es escritor de cuentos de terror y ciencia ficción. Promovió un experimento literario que eslabonó los Mitos de Cthulhu con las leyendas mexicanas. Ganó el Premio Puebla en 1985. En 1995 publicó su novela de ciencia ficción con rasgos policiacos Adamas. Recientemente publicó El mito del espejo negro (1997).
Otros autores son Irving Roffe, autor de la colección de cuentos Vértigos y Barbaries (1988); Gabriel González Meléndez, quien escribió Los Mismos grados más lejos del centro (1991); Mauricio-José Schwarz ha publicado, entre otros, el libro cuentos, Escenas de la realidad virtual (1991) y José Luis Zárate, autor joven destacado en el género, que cuenta, entre sus numerosas publicaciones, con el libro El viajero (1987).
Algunos libros publicados en los últimos años son La destrucción de todas las cosas (1992), de Hugo Hiriart; Tiempo lunar (1993), de Mauricio Molina; Que Dios se apiade de todos nosotros (1993), de Ricardo Guzmán Wolffer; Laberinto: As Time Goes By (1994), Espantapájaros (1999) y Mercaderes (2001), de Gabriel Trujillo, y El hombre en las dos puertas (2002), de Gerardo Horacio Porcayo. Gabriel Trujillo editó también El futuro en llamas (1997), antología de cuentos de ciencia ficción mexicana desde el siglo XVIII hasta nuestros días.
Recientemente apareció Terra Virtual, espacio creado por Pablo Llaca y el Círculo Independiente de Ficción y Fantasía, dedicado a la publicación de novelas y antologías sobre el tema. Dos títulos iniciales son La era de los clones, de Blanca Martínez, y Silicio en la Memoria, antología de relatos cyber, realizada por Porcayo, que incluye cuentos de José Luis Ramírez, Bernardo Fernández, Pepe Rojo, José Luis Zárate, Juan Hernández Luna, entre otros muchos autores.
También apareció la colección de plaquettes Navegantes del milenio, editada por Llaca y la Universidad Autónoma de Tlaxcala. Los dos primeros títulos son Los Mapas del Caos, antología de ciencia ficción mexicana, y Noticias de otros reinos, antología de fantasía mexicana, realizada por Libia Brenda Castro. (Véase también Literatura fantástica*).
Frente a la Narrativa de la Revolución*, que no necesariamente fue de contenido revolucionario en sus propuestas, surgió una literatura de contenido social y revolucionario, cuyos antecedentes fueron los primeros cuentos de Ricardo Flores Magón publicados en su periódico Regeneración para incitar al pueblo a luchar por sus derechos. Se trata de "Dos revolucionarios", del 31 de diciembre de 1910, y "El apóstol", del 7 de enero de 1911. Dos años después, en 1913, aparece La llaga, de Federico Gamboa, novela que, según José Emilio Pacheco, es la metáfora de la sociedad como una celda más amplia que oprime a todos.
La posición del escritor revolucionario o de contenido social se mantiene contra las llamadas "torres de marfil"; exige que el artista en general tenga una función social. Muchos artículos polemizarán al respecto. Autores como Jorge Ferretis, Carlos Gutiérrez Cruz y Xavier Icaza atacarán de frente a la literatura sin contenido social. En un artículo aparecido en la revista Letras, en 1939, llamado "El mundo de Rafael Muñoz", el novelista Mauricio Magdaleno lanza un ataque contra el grupo Contemporáneos*.
Ya en 1916 había salido a la luz una antología de Juan B. Delgado llamada Florilegio de poetas revolucionarios. Sin embargo, el apogeo de la literatura revolucionaria se dio a finales de los años veinte y durante los años treinta, cuando la literatura comprometida, de contenido social, incluyó interpretaciones revolucionarias. Los géneros literarios se llegaron a convertir en manifiestos políticos en los que el elemento de más peso fue el aspecto ideológico. Muchos de estos autores abandonaron los hechos revolucionarios tal como los abordaban los autores de la narrativa de la Revolución. Dentro de la literatura de contenido social se incluye la literatura revolucionaria de temática obrera o proletaria. Estas obras critican a las clases explotadoras. Además de ser una corriente realista que contribuye a una causa política, pretende la socialización de la literatura; es decir, llevarla a las masas, ponerla a su alcance. Las tres revistas más representativas fueron Crisol*, Frente a frente* y Ruta*; esta última se había editado antes en Jalapa.
En 1923 se constituye el Grupo de los siete, que incluye en su repertorio teatro de contenido social de Francisco Monterde, José Joaquín Gamboa, Carlos Noriega Hope, Víctor Manuel Díez Barroso, Ricardo Parada León, los hermanos Lázaro y Carlos Lozano García y Julio Jiménez Rueda.
El poeta Carlos Gutiérrez Cruz, militante y líder sindical, funda en ese mismo año una Liga de Escritores Revolucionarios. Al año siguiente, publica sus obras Sangre roja y Versos libertarios, con un prólogo del dominicano Pedro Henríquez Ureña, miembro del Ateneo de la Juventud*, y dibujos de Xavier Guerrero y Diego Rivera. El libro fue editado por la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR)*. En 1936, el Ateneo Obrero de México publica dos libros póstumos de Carlos Gutiérrez Cruz, muerto en 1930: Dice el pueblo y Versos revolucionarios.
Algunos textos de los estridentistas, cuya revista principal fue Horizonte*, se han considerado como revolucionarios; por ejemplo, Urbe, superpoema bolchevique, de Manuel Maples Arce, publicado en 1924. Sin embargo, los estridentistas no hallaron seguidores entre las masas revolucionarias, que no entendían ni la poesía vanguardista ni el sentimiento de las grandes ciudades. Se debe recordar que el Estridentismo* también propuso una forma poética revolucionaria. De hecho, el mismo Gutiérrez Cruz rechaza lo que él consideraba superficialidad y formalismo de los "futurismos literarios" en un artículo llamado "Arte lírico y arte social", aparecido en la revista Crisol, en septiembre de 1930.
Entre 1924 y 1925, Mariano Azuela es redescubierto gracias a la Polémica: 1925*. La narrativa de la Revolución se publica en forma paralela a la literatura de contenido social. Estas modalidades no son excluyentes y a veces se conjugan en una sola obra.
En 1929 surge un grupo literario de acción que no pretende establecer una nueva teoría del arte, sino dirigirse a las masas. Se trata del Agorismo*, cuyos miembros afirman que la misión del artista es “interpretar la realidad cotidiana”. Para los agoristas, mientras existan problemas colectivos, será indigna una actitud pasiva. Uno de los miembros más representativos de este grupo fue el nacionalista Héctor Pérez Martínez, quien incluso llegará, en 1932, a reprocharle a Alfonso Reyes su ausencia de preocupación por lo mexicano. Reyes le contesta en su texto “A vuelta de correo”, por un lado, que lo mexicano siempre ha estado presente en su obra, y por otro, que la única manera de ser provechosamente nacional consiste en ser universal.
Otro autor cosmopolita también se enfrentó a los nacionalistas revolucionarios: Bernardo Ortiz de Montellano, quien en enero de 1930 publica, en la revista Contemporáneos*, un artículo polémico titulado: "Literatura de la Revolución y literatura revolucionaria", en el que expresa que el tema de la Revolución no creará una literatura revolucionaria, pues ésta debe ser personal, y cuanto más personal, “más genuinamente mexicana”. Esta concepción es distinta de la que tenían los estridentistas o aquellos escritores que exaltaban la lucha social. En el mismo año, Rosendo Salazar publica una antología de poetas revolucionarios: Las masas mexicanas. Sus poetas.
El periódico El Nacional convoca a un concurso de novela revolucionaria en 1930. Se envían más de sesenta manuscritos. La novela ganadora, Chimeneas, de Gustavo Ortiz Hernán, no se publica hasta 1937, seguramente por su excesiva tendencia proletaria. Recordemos que la CTM (Confederación de Trabajadores de México), bastión del movimiento obrero cuyo primer secretario general fue Vicente Lombardo Toledano, fue fundada en 1936.
También en 1930 sale a la luz un libro de cuentos de tendencia social: La línea de fuego, de Celestino Herrera Frimont. La primera novela del veracruzano José Mancisidor, La asonada, aparece al año siguiente y trata sobre el levantamiento del general Escobar (1929).
La revista Nuestro México*, que inicia su vida en marzo de 1932, publica textos de Gregorio López y Fuentes, un trozo de un drama revolucionario de Hernán Robleto, un poema revolucionario de Bernardo Ortiz de Montellano ("La voz de Pancho Villa"), poemas revolucionarios de Gutiérrez Cruz, de Martínez Rendón y de Germán List Arzubide, y textos del Dr. Atl (Gerardo Murillo), de Ermilo Abreu Gómez, de Celestino Herrera Frimont (de sus Narraciones revolucionarias), de Agustín Yáñez y Mariano Azuela, entre otros.
La ciudad roja (1932), novela proletaria de José Mancisidor, trata de una huelga ocurrida en Veracruz en 1920. Poco tiempo después aparece Mezclilla, de Francisco Sarquís, sobre la lucha comunista, el tema sindical y la igualdad de derechos de la mujer. 1932 fue un año prolífico para este tipo de literatura. Mauricio Magdaleno, junto con Juan Bustillo Oro, creó un grupo de teatro de carácter social y revolucionario: Teatro de Ahora. Tres obras dramáticas de Magdaleno (Pánuco 137, Emiliano Zapata y Trópico) serán editadas en 1934 por Editorial Botas*, bajo el título de Teatro Revolucionario Mexicano. En ese mismo año se publica Hacia una literatura proletaria, de Lorenzo Turrent Rozas, que contiene relatos de José Mancisidor, Mario Pavón Flores y Germán List Arzubide, entre otros. Además, aparecen Grito: cuentos de protesta, de Francisco Sarquís, y los 13 cuentos, de Baltazar Izaguirre Rojo. También se edita el libro de relatos Hoz, seis cuentos mexicanos de la Revolución, de Alfonso Fabila.
En 1934 apareció la revista Fábula*, en la que participaron algunos autores interesados en el contenido social, como Ermilo Abreu Gómez y Miguel N. Lira.
Uno de los principales teóricos y escritores de la literatura de contenido social con pretensiones revolucionarias fue José Mancisidor, guía del grupo veracruzano Noviembre*, que editó en Jalapa la revista Ruta. Entre los miembros más reconocidos de este grupo se hallaban Armando List Arzubide y Nellie Campobello, autora de narrativa de la Revolución. En 1933, Mancisidor publica en Ruta dos artículos decisivos: "La poesía revolucionaria en México" y "Literatura y Revolución", donde expone sus ideas estéticas y sus pretensiones de crear una literatura verdaderamente revolucionaria.
También existió un círculo de intelectuales dirigido por Muñoz Cota, cuyo miembro más conocido fue Baltasar Dromundo. En 1935 este grupo se une al de Mancisidor en la ciudad de México, en la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios, fundada por Mancisidor en 1933 y a la que se unió también la Federación de Escritores y Artistas Proletarios (FEAP)*. En la LEAR participaron autores como Juan de la Cabada, Ermilo Abreu Gómez, Rafael F. Muñoz y José Rubén Romero. Su órgano más importante fue la revista Frente a frente.
En 1936, Xavier Icaza, que también escribió narrativa de la Revolución y Literatura del Petróleo*, publica su novela Trayectoria, de ideología política revolucionaria e izquierdista. Gregorio López y Fuentes, que ya había incursionado en la narrativa de la Revolución y en la Narrativa Indigenista*, publica al año siguiente su novela Arrieros, sobre el problema social de los arrieros condenados a la miseria. En el mismo año, Enrique José Othón, que había pertenecido al grupo En marcha, da a luz su novela Protesta, premiada en un concurso convocado por la Secretaria de Educación Publica (SEP)* el año anterior. Su tema es la lucha de los trabajadores. El mismo autor da a la luz en 1938 la novela SFZ 33. Escuela, autobiografía ficticia de un maestro rural. Ese mismo año, Martín Luis Guzmán publica en la revista Ruta un texto breve llamado Maestros rurales, que relata las dificultades de un profesor rural para enseñar en Kinchil, pueblo de Yucatán. En 1959, el mismo autor, ligado también con la narrativa de la revolución, con la Novela Histórica* y con la Novela Política*, publicará Islas Marías, sobre la condición de los presos.
Raúl Carrancá y Trujillo publica la novela ¡Camaradas!, que se refiere a la lucha de los trabajadores por mejores salarios. Esta novela fue premiada en un concurso literario de la SEP. Mariano Azuela, desencantado con las consecuencias de la Revolución, lanza críticas al movimiento, que lo emparentan con la narrativa contrarrevolucionaria. Sus obras de contenido social más representativas son novelas de protesta que atacan la corrupción estatal y los sindicatos, por ejemplo, Regina Landa (1939) y Avanzada (1940), donde el comunismo tampoco queda bien librado.
Muy relacionadas con la literatura de contenido social están la narrativa indigenista, que se manifiesta sobre todo en la novela, y la literatura del petróleo. Existe también una novela de Aurelio Robles Castillo, ¡Ay Jalisco...no te rajes! o la guerra santa, que se considera como manifestación de la Narrativa Cristera* y toca problemas sociales y políticos.
La literatura de contenido social siguió su trayectoria durante los años cuarentas y cincuentas. En 1941 apareció el último libro de cuentos de Alfonso Fabila: Aurora campesina. Dos años después, José Guadalupe de Anda, autor también de narrativa cristera, aunque con una posición contraria a éstos, publica Juan del Riel, sobre la lucha de los obreros ferroviarios por mejorar su situación. Otro ejemplo importante es Magdalena Mondragón, de Torreón, con algunas obras de tendencia social, entre las que cabe mencionar Yo, como pobre (1944), Más allá existe la tierra (1947) y Tenemos sed (1954). Por su parte, Rafael Bernal publica El fin de la esperanza (1948), donde plantea algunos problemas agrarios y de marginación. Entre las manifestaciones de un teatro de denuncia social sobresale Los robachicos (1946), obra de un antiguo miembro del Ateneo de la Juventud: José Vasconcelos.
También son representativos Aurelio Robles Castillos, autor de una novela social titulada Shuncos (1936) y de María Chuy o el Evangelio de Lázaro Cárdenas (1939); Ramón Puente, con Juan Rivera (1936), novela del pensamiento revolucionario; Guilebaldo Murillo, autor de ¡Justicia! (1939); Héctor Raúl Almanza, autor de Huelga Blanca, novela escrita en 1945 y que trata de la lucha de acaparadores laguneros contra los inspectores oficiales, quienes velan por los intereses de los productores de algodón; Elvira de la Mora, quien en 1946 publica una novela también sobre una comarca lagunera: Tierra de hombres; Roberto Blanco Moheno, autor de Cuando Cárdenas nos dio la tierra (1952) y de ¡Este México nuestro!, entre otras obras.
En las siguientes décadas surgen obras que incluyen elementos de la literatura de contenido social. Destaca, por ejemplo, La sierra y el viento (1977), de Gerardo Cornejo, donde se narra cómo los agricultores y ganaderos serranos abandonan sus lugares para subsistir en el desierto, y La gran cruzada (1992), donde Agustín Ramos aborda la vida de los barreteros de las minas argentíferas en el estado de Hidalgo.
Otros escritores que le dan importancia al contenido social son: Luis Octavio Madero, autor de dos piezas de teatro revolucionario, José Attolini, Jesús R. Guerrero, Gustavo Ortiz Hernán, Lorenzo Turrent, César Garizurieta, Mario Pavón Flores, Jesús Romero Flores, Alfonso Teja Zabre y Juan Miguel de Mora.
Dentro de estas tendencias literarias hay también autores de Narrativa de la Posrevolución*, con enfoques psicológicos y metafísicos, como José Revueltas, Agustín Yáñez, Juan Rulfo y Carlos Fuentes.
La llamada Literatura de la Onda podría situarse a partir de la segunda mitad de los años sesenta, con la aparición de dos novelas: Gazapo (1965), de Gustavo Sáinz, y De perfil (1966), de José Agustín, y continuaría con Pasto verde (1968), de Parménides García Saldaña.
La noción fue creada por Margo Glantz en el “Estudio preliminar” a su antología Onda y escritura en México (1971), aunque ya en el “Prólogo” a la antología Narrativa joven de México (1969), Glantz se había referido a la Onda y al título del cuento de José Agustín: “Cuál es la onda”. Este término es utilizado para definir a aquella literatura mexicana escrita por jóvenes nacidos en México entre 1938 y 1951 y cuyas obras -compuestas principalmente por novelas y relatos- presentaban características muy específicas. De acuerdo con las opiniones de Margo Glantz, la Literatura de la Onda nace en un contexto histórico marcado, principalmente, por el preludio de lo que posteriormente sería el movimiento estudiantil del 68 (que daría lugar a la Literatura del 68*), las manifestaciones contra la guerra de Vietnam, el desequilibrio social -producto de la sociedad de consumo y del capitalismo- y el descreimiento de la juventud frente a todo lo que oliera a autoridad (ya fuera la familia o el Estado y sus instituciones). En Días de guardar (1970), Carlos Monsiváis se refiere a la Onda como el primer grupo que divulga el slang en la literatura mexicana.
En su vida cotidiana y en sus obras, los jóvenes de la Onda subrayan a la suciedad como valor contra la limpieza y las "buenas maneras", proclaman el amor y la paz contra la violencia, ejercen la libertad sexual, rompen tabúes y aceptan la pornografía, consumen drogas, adoptan el hippismo norteamericano como forma de vida, son fanáticos del rock y de la música pop, se asombran ante el universo tecnológico que durante esa década abrió nuevos caminos a la música y al sonido, desprecian a los que se alinean al sistema, a los "fresas", a la "momiza", describen el deterioro y la crisis de la familia, viven la amenaza de ser devorados por el sistema, de ser absorbidos por la sociedad que rechazan, o bien, temen perder su "autenticidad", pues muchos de ellos se encuentran en la edad crítica de los treinta años y, ante la amenaza de la "edad adulta", retoman actitudes adolescentes.
Escritas por y para adolescentes, las novelas y relatos de la Onda reflejan el mundo de los jóvenes, su rebeldía contra la sociedad, contra las generaciones que los antecedieron y contra todo tipo de ataduras; están marcados por la ruptura y la protesta desorganizadas; expresan la hiperactividad del adolescente, su necesidad (o la de su grupo) de desplazarse, de "viajar" -por el mundo o con la ayuda de las drogas- de recorrer la ciudad, los cafés, los bares y los cuerpos de otros adolescentes.
La Onda recibe la influencia de la literatura de la generación beat. Las situaciones narrativas son descritas por los propios protagonistas para reproducir el instante en el que experimentaron sus vivencias. Esto se traduce en la multiplicidad de las anécdotas (algunas veces sin definición ni justificación) y en la vertiginosidad de los hechos narrados, que generalmente son "acciones sin freno".
El lenguaje en los textos está creado expresamente por el joven para delimitar su territorio, para separarse del mundo de "los demás"; en él, se da una mezcla de expresiones juveniles desenfadadas, jerga citadina y albures, que se combinan con el ritmo de la música pop y con un nuevo sentido del humor -que puede provenir de las tiras cómicas, del cine o de la literatura norteamericana-. Este nuevo lenguaje, aunado a la temática novedosa, produce formas distintas de aprehender la realidad del adolescente; literariamente, la Onda produce una nueva forma de realismo que "apela a los sentidos", a la pura sensación, escindida, por supuesto, de cualquier intento de racionalización.
La literatura de la Onda crea nuevas mitologías, nuevos espacios míticos (como es el caso de la colonia Narvarte, que frecuentemente sirve de escenario para las aventuras juveniles en la narrativa de Parménides García Saldaña, José Agustín o Gustavo Sáinz), nuevos héroes que se expresan en forma directa o mediante el uso de slang, de frases tomadas de los Doors, de los Rolling Stones, de Bob Dylan o de los Beatles, de expresiones copiadas de distintos sectores marginados de la sociedad, que se combinan entre sí con juegos de palabras para dar sonoridad a una realidad que pretende entregarse al lector tal como es percibida por el joven. De aquí que el teléfono, la televisión, la radio, la grabadora o las tiras cómicas tengan en esta literatura un papel fundamental para producir ese efecto vertiginoso y simultáneo de la realidad que experimentan los adolescentes.
Aunque hay críticos que incluyen dentro de "la Literatura de la Onda" a algunas obras de autores como Orlando Ortiz, Manuel Echeverría o Juan Manuel Torres, los principales representantes de esta literatura son: José Agustín, con la citada novela De perfil (1966), Inventando que sueño (1968), Abolición de la propiedad (1968), Se está haciendo tarde (final en la laguna) (1973) o La mirada en el centro (1977), entre otros textos; Gustavo Sáinz, con la citada novela Gazapo (1965), Obsesivos días circulares (1969), La princesa del Palacio de Hierro (1974) y Compadre lobo (1977), por mencionar sólo algunos ejemplos, y Parménides García Saldaña, con Pasto verde (1968) y El rey criollo (1970). Publicaron algunos relatos y fragmentos de novelas en Diálogos*, México en la Cultura* (suplemento cultural del periódico Novedades), La Cultura en México* (¡suplemento cultural de la revista Siempre!), Cuadernos del Viento*, Bellas Artes*, Universidad de México*, Punto de Partida*, Mester*, Estaciones*, Pop, La Piedra Rodante, Claudia (revista de modas) y Caballero (revista para hombres).
El movimiento estudiantil iniciado en julio de 1968 dio lugar a una serie de obras literarias que se caracterizan por su alto grado de politización e incluyen en su contenido aspectos como la protesta callejera, la militancia política izquierdista, las manifestaciones que se consideraron subversivas y que desembocaron en la masacre del 2 de octubre en Tlatelolco y en el exilio o encarcelamiento de estudiantes, maestros e intelectuales.
Entre los primeros libros sobre el tema destaca De La Ciudadela a Tlatelolco (1969), de Edmundo Jardón Arzate. Obras fundamentales situadas entre la crónica, la literatura y el periodismo, frutos de investigaciones por parte de sus autores, son Días de guardar (1972), de Carlos Monsiváis, que mantiene una posición política en favor del movimiento, y La noche de Tlatelolco (1971), de Elena Poniatowska, cuyo contenido abunda en testimonios, entrevistas y artículos periodísticos, pero que incluye también un poema de Rosario Castellanos sobre la masacre: “Memorial de Tlatelolco”, escrito especialmente para el libro.
Entre los ensayos sobre el tema destaca México, una democracia utópica. El movimiento estudiantil del 68 (1978), de Sergio Zermeño, y el más reciente, La imaginación y el poder (1998), de Jorge Volpi. En cuanto a la narrativa, hay textos dedicados sólo al tema y otros que lo mencionan como factor importante dentro de la narración.
Por sus sucesivas ediciones o calidad literaria, destacan las siguientes obras: Ensayo general (1970), de Gerardo de la Torre; Los días y los años (1970), de Luis González de Alba, miembro del Consejo Nacional de Huelga, arrestado en Tlatelolco y preso político hasta 1971; La plaza (1971), de Luis Spota, sobre el juicio y la ejecución del supuesto culpable de los acontecimientos; El gran solitario de palacio (1971), de René Avilés Fabila, donde se presenta el conflicto entre los estudiantes y el gobierno y al mismo tiempo una sátira política; Con él, conmigo, con nosotros tres (1971), de María Luisa Mendoza, ganadora del Premio Magda Donato;* La invitación (1972), de Juan García Ponce, que mezcla los hechos con el tema del conflicto de la identidad; Los largos días (1973), de Joaquín Armando Chacón, donde se plasma la crisis existencial durante aquella época; Tlatelolco 68 (1973), de Juan Miguel de Mora, crónica novelada que intercala ficción con documentos auténticos; Juegos de invierno (1974), de Rafael Solana; El infierno de todos tan temido (1975), de Luis Carrión; Las rojas son las carreteras (1976), de David Martín del Campo; Compadre lobo (1977), de Gustavo Sáinz; Los símbolos transparentes (1978), de Gonzalo Martré, que incluye desde el tema del bazucazo a la Preparatoria Uno hasta la masacre del 2 de octubre; Si muero lejos de ti (1979), de Jorge Aguilar Mora, donde una parte de la trama se percibe desde la óptica de los Halcones; Muertes de Aurora (1980), de Gerardo de la Torre; Parejas (1981), de Jaime del Palacio; Héroes convocados (1982), de Paco Ignacio Taibo II; Que la carne es hierba (1982), de Marco Antonio Campos, y Pánico o peligro (1984), de María Luisa Puga.
Agustín Ramos incursionó en la literatura del 68 con el ciclo compuesto por Al cielo por asalto (1979), La vida no vale nada (1982) y Ahora que me acuerdo, obras donde se reflexiona sobre la militancia juvenil y el ímpetu revolucionario, así como las actitudes de artistas, intelectuales y políticos ante las represiones de Tlatelolco y las ocurridas en la Escuela Nacinal de Maestros.
Cabe señalar que la novela No habrá final feliz (1981), de Paco Ignacio Taibo II, toca un tema relacionado con la literatura del 68: la matanza del 10 de junio de 1971.
Hay también novelas que tocan el movimiento estudiantil y la masacre de Tlatelolco de forma tangencial, como Palinuro de México (1977), de Fernando del Paso; Manifestación de silencios (1979), de Arturo Azuela, y Crónica de la intervención (1982), de Juan García Ponce, en cuyo capítulo XXIX se relata la matanza de los estudiantes por el ejército.
Además de novelas, ensayos y crónicas, se han escrito también poemas y obras dramáticas. Entre la poesía del 68 cabe destacar, además del ya mencionado texto de Rosario Castellanos, el poema "Manuscrito de Tlatelolco", de José Emilio Pacheco, recogido en el libro No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969), y el extenso poema Recuerdos de Coyoacán (1998), de Adolfo Castañón. Otros poetas que han escrito sobre el tema son Juan Bañuelos, José Carlos Becerra y Eduardo Santos. Entre las obras de teatro se encuentran Octubre terminó hace mucho tiempo (1969), de Pilar Retes, donde se contempla el movimiento en forma retrospectiva, y Plaza de las tres culturas (1978), obra en tres actos, de Juan Miguel de Mora.
Otras obras sobre el movimiento estudiantil, de distinta calidad literaria, son Regina (1987), de Antonio Velasco Piña; 68 (1991), de Paco Ignacio Taibo II; La isla de los pelícanos (1993), de Alvaro Ancona, Proyecto 68 (1993), de Jaime Cruz Galdeano, novela política donde se mezcla la ficción con la realidad histórica, y Crónica 1968 (1993), de Daniel Cazés.
Hay también una serie de obras en contra del movimiento. Así, Tlatelolco, historia de una infamia (1969), de Roberto Blanco Moheno, inaugura los ataques anticomunistas. Más conocido fue ¡El móndrigo!, obra publicada en forma anónima y cuyo autor -Jorge Joseph-, descubierto poco después, pretende que el lector justifique la masacre de Tlatelolco. Véase también Novela Política*.
Algunos críticos señalan que después del 68 la novela mexicana vuelve, en general, a la solemnidad y reinicia su preocupación por aspectos sociales y políticos en manifestaciones literarias como la Novela de la guerrilla*. Antes del 68 al escritor mexicano le preocupaba ser internacional y no tanto plantear una problemática específicamente mexicana.
Bajo este rubro se agrupa la producción literaria que se dio en México con motivo del exilio ocasionado por la Guerra Civil Española. Gracias a la política exterior de Lázaro Cárdenas, los refugiados españoles encontraron aquí las condiciones adecuadas para continuar su labor artística y literaria.
En México desembarcaron seis generaciones literarias. La mayoría de los españoles que llegaron a partir de julio de 1938 eran escritores e intelectuales de excelente nivel. Algunos publicaron en México lo más sobresaliente de su producción; otros dieron a conocer en nuestro país sus primeras obras. Existen muchos textos literarios pertenecientes a los más diversos géneros, escritos por exiliados en las publicaciones literarias del momento: España peregrina*, Las Españas*, Romance*, Letras de México*, Taller* y El hijo pródigo*.
Los transterrados se enfrentaban con la diversidad que ofrecía México: los paisajes, las costumbres y formas de vida. Se trataba de una cultura nueva. Por esto, algunos críticos afirman que sus producciones, en un principio, estuvieron matizadas por anécdotas que referían aspectos de la cotidianeidad, incidentes que les dieron nueva luz sobre México. El hecho de estar lejos de España les proporcionaba la oportunidad de juzgar lo que en ella sucedía desde una perspectiva exterior. En la medida en que se fueron incorporando a la vida cultural de México, se involucraron con los fenómenos educativos y de difusión cultural propios del país.
Es importante hacer notar el gran trabajo de traducción que realizaron los transterrados: obras de todos los géneros e idiomas fueron dadas a conocer en breve gracias a su intermediación.
Al inicio de la inmigración, la mayoría pretendía continuar, en tierras mexicanas, la línea de trabajo que había iniciado en España.
Con el transcurso del tiempo, se fueron asimilando a México y comenzaron a defender los postulados de libertad y justicia no sólo para España, sino para la cultura en general.
Dentro de la temática poética del exilio se encuentra una preocupación auténtica por descubrir a México desde sus distintos puntos: el histórico, el literario, el social, el humano.
En al poesía existe una profunda nostalgia por la tierra perdida y curiosidad por la tierra encontrada. En muchas ocasiones, la visión que se proyecta de España es una evocación. Se trató de una poesía de gran fuerza, sobria e intensa a la vez. Temas de inspiración fueron la orfandad, el paso del tiempo y la muerte. La religión sirvió de tema a León Felipe y a Ernestina Champourcin, entre otros.
Entre los poetas transterrados más sobresaliente destacan: Enrique Díez-Canedo (El desterrado, 1940); Josep Cerner (Nabí, 1940); León Felipe (Español del éxodo y del llanto, 1939), José Moreno Villa (Noche del verbo, 1944), José Juan Domenchina (Tres elegías jubilares, 1946), Juan Larrea (Versión celeste, 1970), Pedro Garfias (Río de aguas amargas, 1948), Luis Cernuda (La realidad y el deseo, 1940), Juan Rejano (Alas de tierra,1975), Manuel Altolaguirre (Más poemas de las islas invitadas, 1944).
Hacia 1950 surge una nueva generación: hijos de refugiados, nacidos o formados en México: Manuel Durán (El lago de los signos, 1978), José Pascual Buxó (Lugar del tiempo, 1974), Tomás Segovia (Anagnórisis, 1967), Luis Rius (Canciones de amor y sombra, 1965), Angelina Muñiz (Morada interior, 1972).
La narrativa transterrada comenzó de cero en México. La situación de la prosa en España antes del estallido de la guerra civil no era prometedora. Se seguían sólo dos rutas: las huellas de Unamuno y las de la generación del 27. Sin embargo, una de las características que dieron inicio a esta etapa fue el redescubrimiento de la vida y obra de Benito Pérez Galdós. Este escritor fue el más leído, retomado y citado por los exiliados, de tal suerte que se reviven escenas, personajes, monólogos, atmósferas a la manera de Galdós. De acuerdo con Arturo Souto, pueden distinguirse tres características principales de la narrativa transterrada:
1) La vuelta al realismo, aunque ya no como en el siglo XIX, sino con un enfoque nuevo, acorde a las exigencias de la época. Se cuida mucho el ambiente psicológico, el lenguaje, el estilo y la interioridad de los personajes.
2) La escritura es personal. Son novelas a manera de confesión, un intento de explicarse a sí mismos la tragedia de la guerra.
3) México como motivo de inspiración. La narrativa del exilio representa la visión de los españoles como pueblo, como exiliados, y la de la vida mexicana a través de los ojos de un extranjero. Entre los narradores destacan: José de la Colina (La lucha con la pantera, 1962), Manuel Andújar (Partiendo de la angustia, 1943), José Ramón Arana (El cura de Amuniaced, 1950), Max Aub (Yo vivo, 1953), Simón Otaola (Los tordos en el pirul, 1953) y Roberto Ruiz (Los jueces implacables, 1970).
Es frecuente encontrar un tono de homenaje y agradecimiento en las obras de los exiliados españoles.
El ensayo, medio de expresión idóneo para las inquietudes de los transterrados, proliferó enormemente. Los exiliados encontraron allí, además, el medio para sobrevivir, colaborando en periódicos y revistas.
Entre los ensayistas más destacados se hallan: Américo Castro (La realidad histórica de España, 1954), Antonio Sánchez Barbudo (Una pregunta sobre España, 1945), Ramón Xirau (Octavio Paz: el sentido de la palabra, 1970), José Moreno Villa (Cornucopia de México, 1940), Juan Rejano (La esfinge mestiza, 1945). También figuraron José Gaos, Eduardo Nicol, Adolfo Sánchez Vázquez y Ramón Iglesias.
Gracias a la influencia de los transterrados se dio mayor impulso a la empresa editorial mexicana. Es el caso de editoriales como Séneca, Editorial Grijalbo*, Edición y Distribución Iberoamericana de Publicaciones (Ediapsa)* y Editorial Joaquín Mortiz*. Lo mismo sucedió en las instituciones culturales: La Casa de España en México*, El Colegio de México*, el Ateneo Español de México* y muchas otras.
El exilio aportó a través de su literatura una comprensión más profunda de los procesos históricos y culturales, además de significar una apertura decidida a las corrientes del pensamiento universal.
La serie de controversias y conflictos sociales producidos por causa de la ambición del imperialismo económico originaron la producción de un tipo de obras literarias vinculado estrechamente con la Literatura de contenido social:* la llamada literatura del petróleo.
La literatura del petróleo trata de manera realista las implicaciones sociales, políticas y económicas de esta industria. Estas obras, cuya publicación comenzó en 1920, tienen carácter antiimperialista, de izquierda, y en ellas se denuncia, ridiculiza y critica severamente a los capitalistas estadounidenses e ingleses que mantienen el dominio económico del subsuelo de México, a veces por medio de métodos ilegales como el soborno y el crimen.
Los principales exponentes de esta tendencia son Francisco Monterde, Mauricio Magdaleno, Xavier Icaza, Gregorio López y Fuentes, José Mancisidor, Héctor Raúl Almanza, B. Traven, Francisco Martín Moreno y Héctor Aguilar Camín.
Las dos primeras obras significativas sobre los conflictos generados por la industria del petróleo aparecen en 1927: Oro negro, obra dramática de Francisco Monterde, que trata sobre todo del valor que la tierra tiene para el campesino, y Mapimí 37, de Mauricio Magdaleno, que presenta la injusticia de una compañía petrolera imperialista; cabe señalar que Magdaleno adaptó esta novela a obra dramática en 1931 y la llamó Pánuco 137.
En 1928 se publica Panchito Chapopote, de Xavier Icaza, novela que será considerada la primera obra importante que trata sobre el problema del petróleo. En ésta se hacen constantes alusiones a la Revolución Mexicana con un espíritu antiimperialista. La siguiente novela mexicana sobre el tema es Huasteca (1939), de Gregorio López y Fuentes; en ella se habla del desarrollo de la industria petrolera imperialista y de las tragedias que acarrea la explotación del petróleo.
José Mancisidor publica Alba en las simas en 1955; esta novela aborda el tema de la expropiación petrolera. Dos años después, Héctor Raúl Almanza saca a la luz Brecha en la roca, en la que se narra la lucha de los trabajadores petroleros por lograr su independencia económica.
Dentro de la literatura del petróleo mexicano hay algunas novelas escritas por autores extranjeros, por ejemplo, Tampico (Nueva York, 1926), de Joseph Hergesheimer; Black River (Filadelfia, 1934), cuyo título alude al río Pánuco, de Carleton Beals, y El salario del miedo, publicada en México en 1954, de George Arnaud.
Pero la novela extranjera más importante sobre el tema es La rosa blanca, de B. Traven, cuya primera edición aparece en alemán en 1929 y la primera en español no se publica hasta 1940. Rosa Blanca es el nombre de una hacienda próxima a Tuxpan, perteneciente al indio Jacinto Yáñez. La Condor Oil Company quiere comprar la hacienda y para ello ha adquirido todos los terrenos que la circundan. Yáñez no quiere vender su hacienda por razones personales y la compañía extranjera luchará por conseguirla y recurrirá incluso al crimen.
La cabeza de la hidra (1978), de Carlos Fuentes, sin ser específicamente literatura del petróleo, toca también el tema. México Negro; una novela política (1986), de Francisco Martín Moreno, es también representativa de esta tendencia. Una de las últimas obras que se han escrito sobre el tema es Morir en el golfo (1985), de Héctor Aguilar Camín.
Con el fin de conmemorar el 50 aniversario de la expropiación petrolera, Petróleos Mexicanos (PEMEX) reeditó en 1988 una serie de obras literarias sobre el petróleo. Entre éstas cabe mencionar el libro de cuentos y artículos periodísticos Episodios petroleros, de Javier Santos Llorente; la novela Los veneros del diablo (1941), de Jorge García Granados; Testimonio de una familia petrolera, de Martha Chávez Padrón, y Operación petróleo (1981), de Alvaro Soto Guerro.
Es probable que la categoría literatura femenina o literatura escrita por mujeres desaparezca a mediano plazo. Cada vez menos hombres y mujeres piensan la escritura en términos de identidades sexuales. No obstante, es importante registrar el momento crucial en el que las mujeres se convirtieron en protagonistas en el ámbito literario, así como las características de sus propuestas estéticas.
El término literatura femenina es en sí mismo complejo y los críticos no se ponen de acuerdo totalmente en su caracterización. Ya a principios del silgo, Jorge Cuesta habló de esta abigarrada terminología. Para este escritor, hablar de literatura femenina implicada, por parte del hombre que así la define, un "anhelo de […] un nuevo tributo a su propia embriaguez". Para Cuesta, definir una literatura como femenina suponía encerrar a la mujer en un criterio estético masculino. Son los hombres los menos indicados para determinar lo femenino de la literatura. Imposible pretender caracterizar, desde el grupo socialmente dominante, las manifestaciones de un sector en emergencia, como es el de las mujeres escritoras.
En general, esta expresión se emplea para designar la producción literaria hecha por mujeres. El debate continúa y son precisamente algunas mujeres las que pugnan por desechar una terminología que las orilla, una vez más, a situaciones de marginalidad, puesto que nunca se habla, en igualdad de circunstancias, de una literatura masculina.
El surgimiento del feminismo apuntaló la caracterización de una literatura en este sentido. Actualmente, la tendencia es lograr una igualdad mejor estructurada, en donde lo que interesa es el profesionalismo del trabajo literario y no el sexo.
Si bien puede considerarse a Sor Juana Inés de la Cruz como la precursora de este grupo, es en el siglo XIX cuando se sientan las bases para el definitivo arranque de la mujer como escritora en el siguiente siglo, con presencias como la de la “Güera” Rodríguez, la de Madame Calderón de la Barca y la de Rosario de la Peña. Hacia finales del siglo surge una figura importante: María Enriqueta (Camarillo), cuyo primer libro de poesía, Rumores de mi huerto, se publicó en 1908. Esta escritora colaboró entre 1984 y 1986 en la Revista Azul y luego en Nosotros. Dice Pedro Henríquez Ureña al respecto: "La reputación de María Enriqueta es posterior a la Revolución: hacia el final del antiguo régimen abundaba en México la creencia de que la mujer no tenía papel posible en la cultura. Y, sin embargo, su primer libro de poesía, Rumores de mi huerto, es de 1908". Lo cierto es que sus poemas solían colocarse en la primera página de la revista, al lado de Rafael López y Enrique González Martínez. Colaboró también en las revistas México Moderno, La Falange y Antena.
En la primera década de este siglo apareció Dolores Bolio. Entre sus libros están Aroma tropical. Leyendas y cuentos mexicanos, publicado en una editorial estadounidense en 1917 y A tu oído (1917), editado en La Habana.
En los años veinte se estrena la obra teatral de Amalia Caballero de Castillo Ledón: Cuando las hojas caen. Esta autora escribió numerosos ensayos sobre temas literarios y femeninos.
La dramaturga María Luisa Ocampo se da a conocer con la comedia Cosas de la vida (1923). Posteriormente, fue autora de varias novelas, entre las que se encuentran La Hoguera (1924) y El corrido de Juan Saavedra (1929).
Coetánea de estas escritoras es María Luisa Garza (Loreley), escritora de prosa, poesía y ensayo, quien publicó el libro de poemas Escucha (1928), entre otros. También en esta época, Antonieta Rivas Mercado, conocida más como patrocinadora del grupo Contemporáneos* que, como escritora, publica prosas en la revista Ulises*. De esta generación es Carmen Báez, quien se dio a conocer primero como poeta y después como cuentista. Su primera publicación fue Cancionero de la tarde (1928).
Durante la primera mitad del siglo, la mayor parte de las escritoras se dedicó a la publicación de poesía. No obstante, hubo excepciones, entre las que se encuentra Nellie Campobello, única novelista de la Revolución Mexicana. En 1931 publicó Cartucho. Relatos de la lucha en el norte de México y, en 1937, Las manos de mamá. Otra prosista fue Rosa de Castaño, quien hacia finales de los años treinta publicó una novela histórica titulada Transición (1939). Guadalupe Marín, por su parte, dio a conocer una novela titulada La única (1938).
De la misma época es Concha Urquiza, quien se consagraría como una de las mejores poetas en materia religiosa. La primera edición de sus obras completas fue realizada, "bajo el signo de Ábside*”, por Méndez Plancarte en 1946, un año después de su muerte.
Los años cuarenta marcan la verdadera eclosión de la poesía femenina. Surge un grupo de poetas que llega a nuestros días con una labor ininterrumpida de tono personal. Estas escritoras pertenecen a la generación de los escritores que fundaron las revistas Taller* y Tierra Nueva* e iniciaron la revista Rueca* "Antes de morir Tierra Nueva -dice Rafael Solana- nació Rueca, una revista literaria femenina que animaron Carmen Toscano, cuya verdadera ubicación está en Taller, y María Ramona Rey, la ensayista María del carmen Millán, Pina Juárez Fraustro, la española Ernestina de Champourcin y otras escritoras".
Ya en los años treinta, Carmen Toscano había publicado Trazo incompleto (1934) e Inalcanzable y mío (1936). También en esa década publicó Asunción Izquierdo Albiñana su primera novela Andreida, el tercer sexo (1938). En 1945, con el seudónimo Alba Sandios, publicó La selva encantada y después Taeztani (1945); con el seudónimo Pablo María Fonsalb publicó La ciudad sobre el lago (1949). Años después dio a conocer Los extraordinarios (1961), firmada con el seudónimo Ana Mairena. En los treinta Judith Martínez Ortega publica La isla (1938) y Guadalupe Marín, La única (1938) y Un día patrio (1941). En los años cuarenta aparecen en la escena literaria, entre otras, Margarita Paz Paredes, con un libro de poemas llamado Sonaja (1942) y, más tarde, otro titulado Voz de la tierra (1946). María Luisa Ocampo publicó Bajo el fuego (1947), novela sobre la revolución en Guerrero. En 1948, Margarita Michelena dio a conocer Laurel del ángel, considerado por la crítica el mejor de sus libros de esa época; por otro lado, Guadalupe Amor publicó Poesía (1948) y más tarde Polvo (1949).
Rosario Castellanos surge en la misma década. En 1972 se publicó su libro Poesía no eres tú. Obra poética: 1948-1971. De la misma generación es Enriqueta Ochoa, quien en 1950 publicó Las urgencias de un Dios. Dolores Castro, coetánea y amiga de Castellanos y de Ochoa, reconocida hoy como una de las más sólidas poetas, publica algunos años después La tierra está soñando (1959). Thelma Nava es un poco más joven que Rosario Castellanos y escribe poesía. Publicó su primer libro en 1957: Aquí te guardo yo. Griselda Álvarez, también coetánea, publicó Cementerio de pájaros (1956), Dos cantos (1958) y Carmen Alardín se dio a conocer con El canto frágil (1950).
Estas escritoras, ejemplos de una larga lista de autoras de la época, se caracterizaron por el manejo de un yo poético preponderante. Sus estilos, no obstante, fueron distintos en cada caso. Los temas eran principalmente el amor, la muerte y el hombre.
En 1957, Rosario Castellanos publicó Balún Canán, novela en que convergen dos grupos marginados de la sociedad: las mujeres y los indígenas. Luisa Josefina Hernández publicó El lugar donde crece la hierba (1959) y unos años después La plaza de puerto Santo (1962), Los palacios desiertos (1963), y otras obras. María Elvira Bermúdez se anticipa a lo que sería uno de los géneros propiamente urbanos: el policiaco, con la publicación de Diferentes razones tiene la muerte (1953). También en los años cincuenta aparecen Evelina Bobes Ortega, con Otoño estéril (1951), y María Lombardo de Caso, con Muñecos (1953) y Una luz en la otra orilla (1959). Dentro de la larga lista de escritoras de esa época se encuentran: Guadalupe Dueñas, autora de Las ratas y otros cuentos (1954) y Tiene la noche un árbol (1958); Carmen Rosenzweig, quien escribe 1956 (1958); Josefina Vicens, autora de El libro vacío (1958); Amparo Dávila, quien da a conocer Tiempo destrozado (1959); Emma Dolujanoff, quien publica Cuentos del desierto (1959); Raquel Banda Farfán, autora de Escenas de la vida rural (1953), y Beatriz Espejo, quien escribe La otra hermana (1958).
Durante la década de los sesenta, Amparo Dávila, Luisa Josefina Hernández, Rosario Castellanos y Guadalupe Dueñas publican diversas obras. Se agregan a la lista, en esta década, entre otras: Emma Godoy, con Érase un hombre pentafácico. Soliloquios o quizá una novela (1961); Elena Poniatowska, con Lilus Kikus (1967); Inés Arredondo con La señal (1965), y Elena Garro, con Los recuerdos del porvenir (1963).
Julieta Campos, cubana radicada en México desde 1955, publica en 1974 Tiene los cabellos rojizos y se llama Sabina. María Luisa Mendoza dio a conocer Con él, conmigo, con nosotros tres (1971), Ausencia (1974) y El perro de la escribana (1982), novela en la que hace un recorrido por las familias urbanas desde la perspectiva de las mujeres. También en esta época publicaron Manú Dornbierer, el libro de cuentos Después de Samarkanda (1977), y Elena Poniatowska, Hasta no verte Jesús mío (1969); Gabriela Rábago Palafox publicó Todo ángel es terrible (1981); Aline Petterson sacó a la luz Círculos (1977) y más tarde Sombra ella misma (1986); María Luisa Puga publicó Las posibilidades del odio (1978), Cuando el aire es azul (1980) y más tarde Pánico o peligro (1983), novela que marcó un hito en la participación de la mujer en la literatura urbana. En este último año, Elena Garro publica La casa junto al río.
A partir de la década de los setenta, aparecen en la escena poetas de la talla de Elsa Cross con su libro de poemas La dama de la torre (1972), Germaine Calderón, con Nuevo decálogo (1970), Elva Macías, con Círculo del sueño (1975), y Gloria Gervitz, que da a conocer su libro SHAJARIT (1979). Muchas figuras han surgido durante las siguientes dos décadas. Entre las poetas que han obtenido premios o reconocimientos, destacan Coral Bracho, Myriam Moscona y Claudia Hernández de Valle-Arizpe.
Algunas narradoras actuales son Silvia Molina, con los cuentos Lides de estaño (1984); Bárbara Jacobs, con novelas como Las hojas muertas (1987); Carmen Boullosa, con Mejor desaparece (1987); Sara Sefchovich, con Demasiado amor (1990); Ana García Bergua, con El umbral. Travels and adventures (1993), Rosa Beltrán, con La corte de los ilusos (1995), y Edmée Pardo, con el libro de cuentos Pasajes (1993) y la novela Espiral (1994).
Finalmente, algunos libros escritos por mujeres, Como agua para chocolate (1989), de Laura Esquivel; Arráncame la vida (1985), de Ángeles Mastretta, o Compro luego existo (1992), de Guadalupe Loaeza, han destacado como éxitos comerciales sin precedentes en México y con amplia proyección en otros países.
Al margen de la literatura de corte realista y en oposición a ella, surge también una literatura imaginativa o fantástica, que suele crear situaciones, mundos o personajes alejados de la realidad. No obstante, esta literatura no sólo se mueve en el terreno de la imaginación, sino también en el de lo incierto. La importancia de esta literatura radica sobre todo en las atmósferas, en el efecto fantástico que modifica la percepción de la obra. Ahora bien, dada la dificultad de definir los límites exactos entre los géneros “fantásticos”, el teórico Tzvetan Todorov, en su Introducción a la literatura fantástica, señala los rasgos más sobresalientes de lo fantástico, lo maravilloso y lo extraño, con el propósito de demostrar que lo fantástico propiamente dicho no existe. La diferencia entre los tres conceptos anteriores se centra, sobre todo, en la disolución de la ambigüedad y la incertidumbre que ésta genera tanto en los personajes como en el lector. Cuando al concluir la narración el lector o el personaje asume que la vida textual se rige por la realidad humana, y que ésta es capaz de explicar los fenómenos descritos, la obra pertenece –dice Todorov- al género de lo extraño. En cambio, si los acontecimientos narrados sólo se pueden explicar mediante las leyes sobrenaturales, entonces la obra entra en el terreno de lo maravilloso. Si al lector o al personaje no le es posible explicar ningún hecho, se trata de un texto fantástico, pero este efecto dura sólo un instante, pues se manifiesta únicamente durante una parte de la lectura.
Por otro lado, se ha señalado también la diferencia (en la literatura hispanoamericana) entre lo que el escritor cubano Alejo Carpentier denominó “lo real maravilloso” en el “Prólogo” a su novela El reino de este mundo (1949), y el llamado “realismo mágico”, término acuñado en Alemania por el crítico Franz Roh para referirse a las pinturas postexpresionistas. En cuanto a lo real maravilloso, Carpentier, oponiéndose a la estética surrealista –basada en la libre asociación y en la experiencia onírica- establece que lo maravilloso surge, por ejemplo, de una “inesperada alteración de la realidad (el milagro)”, para lo cual es fundamental la fe. En otras palabras, lo real maravilloso parte de lo real, la maravilla reside en la misma realidad. Por el contrario, en el realismo mágico de escritores como el colombiano Gabriel García Márquez, la magia proviene de afuera, de la imaginación del artista. A todas estas categorías se debe agregar un género que puede participar de lo fantástico: la ciencia ficción, donde la injerencia de elementos científicos y racionales es lo que da verosimilitud a los fenómenos descritos, a diferencia de la irracionalidad subyacente en la literatura fantástica.
Para no entrar en complicaciones, se enumerarán aquí algunas de las principales obras de la literatura mexicana que participan de cualquiera de las categorías antes mencionadas.
La literatura fantástica aparece en México con algunos autores del Ateneo de la Juventud*: Martín Luis Guzmán, Julio Torri y Alfonso Reyes. Más tarde, Juan José Arreola y Francisco Tario crearán también obras de este tipo.
El único cuento que, en sentido estricto, escribió Martín Luis Guzmán es "Cómo acabó la guerra en 1917" y fue publicado en Nueva York, precisamente en 1917. Este cuento ha sido considerado uno de los primeros textos narrativos de ciencia ficción producido en México. (Véase Literatura de Ciencia Ficción*).
En ese mismo año, Julio Torri publica Ensayos y poemas, que contiene el irónico cuento "La conquista de la luna". De Alfonso Reyes es El plano oblicuo (1920), con cuentos como "La cena", considerado como fantástico por su atmósfera, su tiempo cíclico y en cierto sentido pesadillesco, así como por la ambigüedad que se crea alrededor de la identidad de los personajes. Este cuento ejercerá una influencia positiva en la novela corta Aura (1962), de Carlos Fuentes, donde una mujer vieja recobra cíclicamente la juventud por medio de la brujería. Para muchos críticos, Aura, considerada también como un relato fantástico, es la obra mestra de Fuentes.
José Vasconcelos, en su cuento “El fusilado” (1919), armoniza elementos fantásticos con su filosofía espiritualista.
Juan José Arreola, en Varia invención (1949), Confabulario (1952) y Bestiario (1958), entre otros, incursiona en la literatura fantástica, con cuentos como "El guardagujas" y "En verdad os digo".
Con Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo, el realismo de la Narrativa de la Revolución* muere de forma definitiva. Sólo los fantasmas pueblan Comala, donde el tiempo es inexistente y sólo el recuerdo, los rumores perviven. Comala es viva alegoría de un cacicazgo anquilosado, de un patriarcado que se ha convertido en purgatorio.
Francisco Tario, seudónimo de Francisco Peláez, escribe La noche (1943), La puerta en el muro (1946), Equinoccios (1946), Tapioca inn: mansión para fantasmas (1952), La noche del féretro y otros cuentos de noche (1958) y la antología Entre tus dedos helados y otros cuentos (1988).
La obra de Salvador Elizondo, donde la frontera entre el ensayo y la narrativa es a menudo muy difusa, posee también numerosos elementos de literatura fantástica. Destacan sobre todo sus novelas Farabeuf (1965), El hipogeo secreto (1968) y Elsinore (1988).
Autores más recientes dentro de este género son Ignacio Solares, quien, aunque no escribe literatura fantástica en toda la extensión del término, incluye elementos fantásticos en obras como Puerta del cielo (1976) o La fórmula de la inmortalidad (1982); Lilia Osorio, autora de Palimpsesto (1981); Humberto Guzmán, autor de Historia fingida de la disección de un cuerpo (1982), que nos presenta un mundo esquizofrénico y sin héroes; René Avilés Fabila, con La canción de Odette (1982), que incluye importantes elementos fantásticos; Víctor Luis González, autor de cuento fantástico: Tenías que ser tú, novela corta y cuentos, publicada en 1985, y Naief Yehya, autor de Camino a casa (1994) y La verdad de la vida en Marte (1995).
Elementos como el milenarismo son tratados en Tiempo lunar (1993), de Mauricio Molina, y en La paz de los sepulcros (1995), de Jorge Volpi. Por su parte, Julián Meza, en El arca de Pandora (1993), trata el tema de los experimentos genéticos. Dos años después, en 1995, Beatriz Escalante publica La fábula de la inmortalidad, donde nos presenta a una alquimista que descubrió el tormento que significa ser inmortal.
La literatura homosexual introduce en las letras mexicanas la búsqueda de una nueva identidad amorosa. De acuerdo con algunos críticos, es una literatura audaz, que reclama espacios a la sociedad para establecer relaciones amorosas alternativas. Es una crítica valerosa y radical del rechazo social, que refleja una toma de posición irreversible. El desarrollo de la literatura homosexual en México ha sido lento. Sin embrago, se ha considerado como un acontecimiento literario y sociológico de gran importancia.
Algunos críticos han dado en llamar literatura homosexual a aquella escrita por hombres y mujeres homosexuales y heterosexuales que tratan el tema de manera explícita.
La literatura de tema homosexual existe desde hace décadas. Ya a principios del siglo se dieron algunos indicios velados en este sentido. Es por todos conocido el carácter homosexual que prevaleció entre el grupo Contemporáneos* y sus escritos sobre el tema. Ejemplos de ellos son los Poemas de adolescencia, de Salvador Novo y un poema titulado "Xavier Villaurrutia", que constituye la manifestación de una angustia ante el amor no consolidado o secreto.
El Tercer Fausto, también de Salvador Novo, contiene elementos suficientemente explícitos referidos al tema: el personaje Armando confiesa: "Amo -apasionadamente, secretamente- a mi amigo Alberto". Esta obra forma parte de Los diálogos, libro que contiene tres breves piezas teatrales. El "Tercer Fausto" fue publicado por vez primera en 1936, en francés. No se publicaría en español sino hasta 1956. Esta obra teatral es considerada por algunos críticos como la primera que trata el tema de la homosexualidad.
La segunda obra en este sentido pertenece también a un miembro del grupo: Invitación a la muerte (1943), de Xavier Villaurrutia, estrenada en 1947. Aquí el tema es tratado de manera sutil.
Es importante mencionar como antecedentes otras dos manifestaciones. Sergio Magaña exhibe en Los signos del zodiaco (1951), un personaje homosexual. Luis G. Basurto crea de manera explícita a un homosexual suicida, en Cada quien su vida, estrenada en 1955.
Pero la irrupción definitiva de esta manifestación literaria aparece en la década de los sesenta. Según registra Luis Mario Schneider, la primera novela de tema homosexual en México la escribió Miguel Barbachano Ponce a finales de 1962. Esta novela se tituló El diario de José Toledo y apareció como edición del autor en 1964. Narra la vida de un joven de veinte años que no puede aspirar a consolidar su pasión amorosa con otro joven, Wenceslao. El suicidio es la solución.
En 1969, el escritor michoacano José Ceballos Maldonado publicó Después de todo. Ceballos Maldonado descubre los mecanismos del cinismo como única posibilidad de autoafirmación para salvarse de los prejuicios de una sociedad que exige la marginación homosexual. La aparición de esta novela, a decir de Schneider, pasó inadvertida. Sin embargo, veinte años después, la crítica considera la necesidad de revalorarla, quizá, como la novela que inauguró esta tendencia. José Ceballos Maldonado incursionó nuevamente en el tema con un libro de cuentos llamado Del amor y otras intoxicaciones (1974).
Algunos escritores se interesan por el tema y lo tratan, también en los años sesenta, de manera secundaria pero directa. Es el caso de José Revueltas, quien escribe sobre la homosexualidad tanto masculina como femenina. En Los muros de agua (1941) y en Los errores (1964) menciona directamente la problemática en este sentido. También abordan el tema Juan Vicente Melo, Inés Arredondo, Juan García Ponce y Sergio Pitol, entre otros.
Ceballos Maldonado y Manuel Barbachano Ponce abrieron esta zona hasta entonces prohibida. En cuanto al ensayo, José Joaquín Blanco reflexionó sobre el tema en "Ojos que da pánico soñar", publicado a finales de los años setenta e incluido en Función de medianoche. Ensayos de literatura cotidiana (Comp. 1978-1980).
Será Luis Zapata, con su prolífica producción, quien dará forma cabal a esta narrativa. Su primera novela: Hasta en las mejores familias (1975), que, según él mismo lo apunta, resulta fallida, contiene ya la simiente de lo que será el fruto de su escritura. Esta novela relata la investigación policiaca de los integrantes de la familia a la que pertenece el protagonista. Se trata de averiguar sus gustos y vicios privados. Al final, el personaje descubre la homosexualidad de su padre y este hallazgo lo libera un poco de su incesante preocupación alrededor de su propia circunstancia.
No es sino hasta 1979 cuando aparece El vampiro de la colonia Roma, que Luis Zapata se da a conocer en los medios literarios. Con esta novela, obtuvo el Premio Juan Grijalbo.
De El vampiro de la colonia Roma, dice Schneider: "más que vampiro, el protagonista es un chichifo […] cuyo último interés es una afirmación del poder sobre el cuerpo. En definitiva es un pícaro moderno […]". A decir del crítico, el mérito de la novela no está en las aventuras, ni en la jocosidad de ciertas situaciones, sino en el descubrimiento del ambiente citadino en un submundo mucho más terrorífico que el de la ciudad durante el día.
Luis Zapata ha escrito numerosas novelas de tema homosexual, entre otras están: Melodrama (1983), De amor es mi negra pena (1983), En jirones (1985), El amor que hasta ayer nos quemaba (1989).
José Joaquín Blanco ha incursionando también en esta temática. Su novela Las púberes canéforas (1983) se centra en la historia de una obsesión amorosa homosexual en un contexto urbano de hostilidad.
En las últimas décadas, varios autores se han abocado al tema homosexual. Alberto Dallal publicó Las ínsulas extrañas (1970), Mocambo (1976) y Todo el hilo (1986); Rodríguez Cetina escribió El desconocido (1977) y Flashback (1982); Luis González de Alba presentó El vino de los bravos (1981), Agapi mu (amor mío) (1993) y Jacobo el suplantador (1988); Jorge Arturo Ojeda publicó la novela Octavio (1982); Carlos Eduardo Turón dio a conocer Sobre esta piedra (1981), y José Rafael Calva produjo el libro de cuentos Parte del horizonte (1982) y la novela Utopía gay (1982), donde presenta lo absurdo de la visión de los machistas sobre la homosexualidad. Con esta novela obtuvo el segundo lugar en el segundo certamen "50 años del Nacional".
Además, se han publicado: Gay. Un amor sin barreras, de Isaías Carballo; la novela A tu intocable persona (1995), de Gonzalo Valdés Medellín; El atardecer de los viejos faunos, de Bosco Alvarado, novela que trata el tema de la homosexualidad en los ancianos. En 1983 se presentó la primera y única novela de ciencia ficción homosexual llamada Xerödnny: Donde el gran sueño se enraíza, de Arturo César Rojasbajo, con el seudónimo de Kalar Sailendra.
También la literatura homosexual femenina aparece en años recientes. A esta literatura se le ha llamado, entre algunas mujeres dedicadas a la crítica ”queer”, literatura lésbica. Héléne Cixous dice que la literatura lésbica no se articula sólo mediante las relaciones sexuales; es también importante el concepto de "feminidad" para establecer las relaciones afectivas. La literatura lésbica es escrita por lesbianas y por no lesbianas y puede tratar todo tipo de temas.
Rosamaría Roffiel identifica la emergencia de la literatura lésbica a mediados de la década de los ochenta. De hecho, su obra poética Corramos Libres Ahora (1986) abre el camino a esta literatura. En 1988 se publica Lunas, de Sabina Berman y en 1984 Silvia Tomasa Rivera publica Poemas al Desconocido, Poemas a la Desconocida, libros en los que se esboza el tema del lesbianismo.
La primera novela que expresa abiertamente una relación amorosa entre mujeres es Amora (1989), de Rosamaría Roffiel, a éste le sigue Dos mujeres (1990), de Sara Levi Calderón y, más recientemente, Con Fugitivo Paso (1997), de Victoria Enríquez.
No sólo se ha incursionado en la narrativa homosexual. También se ha explorado la poesía en esta línea. Luis González de Alba publicó Malas compañías (1984). También han escrito poesía con tema homosexual, entre muchos otros, Porfirio Barba Jacob (Miguel Ángel Osorio), Arturo Ramírez Juárez, Rosamaría Roffiel, Reyna Barrera, Nancy Cárdenas y Juan Carlos Bautista.
En los últimos diez años –en novelas, relatos y poemas- se ha tratado profusamente el tema del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (SIDA).
[(1990- )]
COORDINACIÓN: Margit Frenk
SECRETARIA DE REDACCIÓN: Adriana Sandoval
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CONSEJO EDITORIAL: Othón Arroniz, Luis Astey, Marie-Cécile Bénassy, John S. Brushwood, Emmanuel Carballo, Jaime Concha, Mercedes de la Garza, Evodio Escalante, Noé Jitrik, Klaus Meyer-Minnemann, Carlos Monsiváis, Julio Ortega, José Emilio Pacheco, Jorge Ruffinelli y Luis Ma
DOMICILIO: Instituto de Investigaciones Filológicas, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Circuito Mario de la Cueva s/n. Ciudad Universitaria. México, D.F.
PERIODICIDAD: semestral
La revista Literatura Mexicana apareció durante el primer semestre de 1990 y hasta 1998 se han publicado nueve volúmenes, cada uno compuesto por dos números. De acuerdo con la presentación, correspondiente a la primera entrega, la publicación nace en un momento en que hay interés por los estudios de literatura mexicana, tanto en el país como en el extranjero. Asimismo, la revista tiene la calidad como requisito fundamental para la publicación de los materiales recibidos.
Desde su fundación hasta agosto de 1995, la publicación estuvo coordinada por Margit Frenk. Durante ese periodo, Elizabeth Corral Peña colaboró con Adriana Sandoval en la Secretaría de redacción, y al Comité de redacción inicial se sumaron los nombres de Jorge Ruedas de la Serna y de Fernando Curiel.
En agosto de 1995, Luis Mario Schneider toma posesión como director de la revista. El Comité editorial queda entonces integrado por Rubén Bonifaz Nuño, José Luis Martínez, Alí Chumacero, Manuel Alcalá, Margo Glantz, María del Carmen Ruiz Castañeda, Dolores Bravo Arriaga, Leticia Algaba, Manuel Sol, Emmanuel Carballo, Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, Ignacio Díaz Ruiz, Víctor Díaz Arciniega, Vicente Quirarte, Hernán Lara Zavala, Alfonso Rangel Guerra, Ana Elena Díaz Alejo, Aurora Ocampo, María Rosa Palazón, Sergio López Mena, Belem Clark, Beatriz Espejo, Armando Pereira y Fernando Curiel. En 1998, con la muerte de Luis Mario Schneider, Lourdes Franco ocupa la dirección de la revista.
Desde la primera entrega, la publicación ha contado con las siguientes secciones fijas: "Ensayos y estudios", "Notas", "Textos y documentos", "Reseñas", "Varia" (en donde se publicaron, entre otras cosas, entrevistas, noticias y libros recibidos) y "Aportación Bibliográfica" (elaborada con base en el archivo del Diccionario de escritores mexicanos, publicado por el Centro de Estudios Literarios de la UNAM y cuya coordinadora es Aurora Ocampo); en la revista han participado diversos estudiosos e investigadores de la literatura mexicana.
La categoría literatura para niños es, en sí misma, compleja. La crítica anterior a los años setenta en México consideraba que la literatura para niños era cualquier impreso (tiras cómicas, biografías, poemas, leyendas, relatos históricos, novelas, resúmenes de obras clásicas, versiones abreviadas de la Biblia, libros de texto, textos científicos o con contenido moral o religioso, fábulas, etc.) destinado para los infantes. Sin embargo, en las últimas dos décadas, algunos especialistas han planteado una serie de preguntas sobre este asunto: ¿existe realmente una literatura para niños? Y, si existe, ¿qué obras participan de este género? ¿Cuál es el término apropiado para denominar a esta literatura: literatura infantil, literatura para niños o, como lo ha propuesto Evelyn Arizpe, "literatura de grandes para chicos"? En un artículo titulado "Breve (y muy subjetiva) crónica de la verdadera conquista de la literatura mexicana por y para niños", Daniel Goldin opina que la literatura para niños es, ante todo, literatura y que, por lo tanto, no hay temas adecuados o no para los niños, hay sólo formas de presentarlos, de acuerdo con sus capacidades cognitivas o vivenciales. Y en un artículo titulado "¿Literatura infantil?", Mario Rey comparte la idea de Goldin y propone utilizar el concepto "ediciones para niños", pues considera que esta literatura (y el corpus que lo integra) debe valuarse de acuerdo con la calidad artística o literaria de las obras, lo cual implica dejar fuera a varios autores y títulos.
Aunque en el siglo XIX hay varios intentos por crear una literatura específicamente para niños, en términos generales, podemos decir que, en México, los primeros proyectos importantes para acercar a los niños a la literatura fueron dos: el de la Imprenta Vanegas Arroyo, que en 1905 publicó una serie de relatos para niños, como El doctor improvisado, Juan ceniza, La niña de las perlas y La viejecita dichosa, con grabados e ilustraciones de José Guadalupe Posada y de Manuel Manilla (que recientemente han sido reeditadas por la Secretaría de Educación Pública (SEP)* en su colección “Libros del Rincón”); y el proyecto del entonces ministro de Instrucción Pública, José Vasconcelos, que en 1924 publicó una antología de leyendas y cantares de gesta de varios países, titulada Lecturas clásicas para niños (reeditado en 1971), cuyo prólogo fue escrito por el propio Vasconcelos y en el que colaboraron Gabriela Mistral y Alfonso Reyes, entre otros escritores de prestigio. En esta década se editan, también, los cuatro volúmenes de cuentos infantiles de María Enriqueta Camarillo, titulados Rosas de la infancia, que durante más de treinta años fueron lecturas obligadas en las escuelas de educación primaria de México.
En 1941, Alfredo Ibarra publica Cuentos y leyendas de México, obra que continúa la veta abierta por Dolores Bolio (quien había publicado en 1917 sus Leyendas y cuentos mexicanos) y cuya fama adquirió pronta acogida entre los niños. En 1943, los Talleres Gráficos de la SEP llevan a cabo un ambicioso proyecto editorial para niños, titulado Biblioteca de Chapulín, en el que se publicaron relatos infantiles de escritores tanto nacionales como extranjeros con ilustraciones de artistas reconocidos (en 1988, la SEP reeditaría algunos títulos de esta biblioteca, pero ahora bajo la colección “Libros del Rincón”). De la década de los cuarenta destacan también los relatos Jesusón, de Juan R. Campuzano, y La estrella fantástica, de Magda Donato, ambos publicados en 1944 y reeditados recientemente.
En 1945, José Moreno Villa, escritor español radicado en México, publicó Lo que sabía mi loro en la colección folklórica infantil de El Colegio de México*, libro que –a decir de Alfonso Reyes- es una obra maestra del género, en donde la poesía, el folklore y la “sensibilidad paternal” aparecen en “rara concentración”.
Blanca Lydia Trejo, además de escribir distintos relatos infantiles, como "La marimba" y "Lo que le sucedió al nopal", logró reunir en 1950 una antología de cuentos y leyendas para niños, titulada La literatura infantil en México (Desde los aztecas hasta nuestros días). Ese mismo año también se publica El libro de oro de los niños, proyecto dirigido por el escritor español residente en México, Benjamín Jarnés. En 1951, Vicente T. Mendoza publica una recolección titulada Lírica infantil de México, que reúne “las cantilenas más favoritas que los niños de México entonan en sus entretenimientos”. Pascuala Corona (pseudónimo que Teresa Castelló Yturbide utilizó como una forma de rendir homenaje a su nana, quien le contó los relatos), publica en 1955 Cuentos mexicanos para niños, algunos de ellos reeditados recientemente por el Fondo de Cultura Económica (FCE)* bajo el título El pozo de los ratones y otros cuentos; libro que constituye una verdadera obra maestra de la literatura mexicana para niños. Ese mismo año, un grupo de escritores se unen para editar el libro Pajarín (cuentos para chicos). La introducción al volumen es una clara muestra de la situación en la que se encontraba la producción literaria para niños a mediados de este siglo, en ella se dice que los maestros no podían responsabilizarse de la literatura infantil y los escritores la tenían abandonada. Más adelante se hace una invitación a los escritores a cubrir este renglón indispensable.
Por otra parte, Zoraida Pineda, en su estudio La educación de los párvulos, menciona la existencia, durante la década de los cincuenta y parte de los sesenta, de obras escritas por algunas maestras mexicanas, como: Berta von Glumer, quien escribió Cuentos de Navidad, Dramatizaciones de Navidad, Para ti, niñito, y Rimas y juegos digitales; Alicia Fernández de Jiménez hace una adaptación de leyendas mexicanas; Luz María Serradell es autora de varios libros, como Manojito de flores, ¿Quieres que te cuente un cuento?, Un cuento de navidad, Primavera y verano, Nuevos ritmos y otros varios, la serie de escenificaciones con muñecos titulada La alegría de los niños y las obras teatrales El teatro del niño y Adivina, adivina (esta autora también dirigió la revista educativa Semillita); el profesor Santiago Hernández realizó la selección de lecturas para quinto grado de primaria, titulado Continente.
Entre 1950 y 1960 se publican también: Almirante, de Dolores Roldán de Vázquez; El cazador y sus perros, estampas poemáticas sobre el campo y la vida rural mexicana, escritas por Celedonio Serrano Martínez; Enrique Soto Izquierdo publica El espantapájaros; Mercedes Villarreal de la Garza, Pedro y María; María Mediz de Bolio escribe una serie de cuentos para niños titulada El panal de oro; Irene G. Lanz escribe El parguito rosado y Tismische, estampas sobre la vida de un niño negro. Algunas de estas obras -simples ejemplos de una larga lista de títulos de literatura infantil- siguieron el ejemplo de Gabilondo Soler, quien, con su Cri-crí musical, ha acompañado a los niños mexicanos durante casi todo este siglo.
Aunque durante la década de los setenta existen esfuerzos tanto individuales como gubernamentales por acercar a los niños a la literatura (pensemos, por ejemplo, en la creación, por parte de la SEP y la editorial Salvat, de la Enciclopedia infantil Colibrí), el verdadero ascenso de la literatura para niños se da a partir de l980, con obras a cargo de distinguidos escritores, como: Historia verdadera de una princesa, de Inés Arredondo; Un sueño de Navidad, de Alberto Blanco; Aura y sus amigos, de Elena Climent; Rufina la burra, de Eduardo Enríquez; Pájaros en la cabeza, de Laura Hernández; El humito del tren y el humito dorado, de Ricardo Garibay; Tajín y los siete truenos, de Felipe Garrido; La guerra de los hermanos, de Margo Glantz, y Las tres manzanas de naranja, de Ulalume González de León, entre otras. A este esfuerzo se han unido, en los últimos cinco años, las obras de otros escritores de prestigio, entre las que se encuentran: El pizarrón mágico, de Emilio Carballido; Las golosinas secretas y La fabulosa guitarra del Doctor Zipper , de Juan Villoro; No era el único Noé, Celestino y el tren y María contra viento y marea, de Magolo Cárdenas; Después de los misiles, La peor señora del mundo y Amadís de Anís, Amadís de Codorniz, de Francisco Hinojosa; El agujero negro, de Alicia Molina; Los zapatos de Juan y Julieta y su caja de colores, de Carlos Pellicer; Al otro lado, de Alejandro Aura, El tlacuache lunático, de David Martín del Campo y Las aventuras de Buscoso Busquiento, de Eduardo Casar y Alma Velasco, entre otras, a cargo de diversas editoriales, como Trillas, Corunda, Consejo Nacional de Fomento Educativo (CONAFE), Patria, SEP, FCE (que cuenta con una colección especial para niños titulada “A la orilla del viento”, que también dio origen a un concurso internacional de cuento para niños), y Editorial Novaro*.
En la actualidad, existen varios proyectos importantes, como el que realiza la editorial Del Rey Momo, que tienen como objetivo ofrecer a los pequeños lectores textos bilingües. Desde hace más de quince años se realiza en la ciudad de México la Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil, que también cuenta con un concurso de cuento para niños.
Frente a la literatura escrita para un determinado tipo de público por autores cultos, surge la expresión popular, generalmente anónima y para un público analfabeto o que tiene un acceso limitado a la cultura escrita. La literatura popular es creada por el pueblo y en gran parte es conservada por tradición oral, por medios rudimentarios como hojas sueltas, volantes, etc. o reescrita por recopiladores y eruditos. Para Rubén M. Campos el folklore es la producción popular de nuestro arte: la recolección folklórica de un pueblo comprueba, para él, que no hay sólo unos cuantos literatos que gozan del privilegio de decir bellamente las cosas, sino también una infinidad de sabios iletrados.
Esta literatura se manifiesta de muchas formas, principalmente en poemas, adivinanzas, anécdotas, cantares, cuentos, epigramas, fábulas, leyendas, juegos infantiles, refranes, ocurrencias, pasquines, pastorelas, sátiras, tradiciones, versos callejeros, "calaveras" (versos para el día de muertos), villancicos, panfletos, albures, propaganda religiosa, chistes, teatro popular, leyendas de calles o de barrios, corridos, graffitis pintados en paredes, baños, etc., así como toda manifestación escrita proveniente del pueblo en periódicos, revistas o letras de canciones.
Existe también una literatura escrita por autores cultivados que refleja a las clases populares y recrea su lenguaje y sus modos de vida. Se debe, pues, distinguir la literatura creada directamente por el pueblo, de aquélla que posee claras fuentes populares. Cuando el escritor pertenece a una clase alta o cultivada, algunos estudiosos lo incluyen dentro de la literatura folklórica. Ambas modalidades serán incluidas aquí y se relacionan con la Literatura costumbrista*. Hay autores cuyas fuentes directas son eminentemente populares, aunque sus obras no sean consideradas ni costumbristas ni folklóricas.
Cabe destacar que los lenguajes de la radio, la televisión, las fotonovelas y las historietas cómicas se han convertido en recursos narrativos de autores cultos.
Armando Jiménez, utilizando fuentes netamente populares, publica en 1960 su primer libro, Picardía mexicana, que se convierte de la noche a la mañana en un verdadero éxito (78 ediciones hasta 1988). Posteriormente publica Nueva picardía mexicana (1971), Vocabulario prohibido de la picardía mexicana (1974), Grafitos de la picardía mexicana (1975), Tumbaburros de la picardía mexicana (1979) y Dichos y refranes de la picardía mexicana (1981). Asimismo, un autor de origen popular, Armando Ramírez, da a luz en 1972 su novela Chin Chin el Teporocho, recreación del barrio de Tepito, donde, sin pretensiones costumbristas, dibuja a las clases populares. Un año después da a luz Crónica de los chorrocientos mil días del barrio de Tepitio. El mismo escritor publica en 1985 Quinceañera, y en 1994 Me llaman la Chata Aguayo. Más jóvenes, pero en una línea semejante a la de Ramírez, se encuentran autores como Eduardo Villegas y Emiliano Pérez Cruz.
El poeta popular no busca crear un estilo propio; sólo le interesa comunicar lo que piensa o siente sobre lo que pasa en su momento. A veces la poesía popular aparece como sátira, denuncia, protesta o sentencia moral o política. Como un hecho eminentemente colectivo, social, recoge el sentir común, la manera colectiva de pensar acerca de un suceso. Campos recoge en El folklore literario de México algunas coplas de la Revolución Constitucionalista, que son verdaderas protestas contra la opresión, como "Himno de huelga" o "Ay, qué malo es el patrón". El mismo autor recopila una serie de anécdotas y ocurrencias sobre Porfirio Díaz, Francisco Villa y los demás revolucionarios o generales del ejército federal, pero también sobre algunos poetas, como Díaz Mirón, José Juan Tablada, etc. En su libro Lírica popular tabasqueña (1980), Francisco Quevedo (Quico), considera a los cantadores de Tabasco como poetas notables, que trovaron y cantaron en los bailes populares de la Chontalpa. Cita a varios cantadores y coplas. Pero, dentro de la lírica popular, el género que más aceptación ha tenido en México es el corrido.
En su artículo "Literatura del pueblo", aparecido en la revista Nuestro México*, Salvador Novo afirma que es quizá el Dr. Atl (Gerardo Murillo), quien primero le concede importancia a los corridos cantados y leídos por el pueblo, al dedicarles un capítulo en el tomo segundo de sus Artes Populares en México (1922), donde hace apreciaciones generales y entusiastas, y los sitúa en una rama genealógica de la literatura popular. Novo habla de la influencia del romance español en el corrido y se queja de que en México no ha habido, a diferencia de otros países americanos, grandes estudiosos de este género, aunque el pueblo de México siga ensalzando a sus héroes y emocionándose de distinto modo por los diversos acontecimientos.
Entre los estudios que se han escrito sobre este género, destaca Imagen de nadie (1932), por Héctor Pérez Martínez. Pero será Vicente T. Mendoza quien investigará sobre estas formas de expresión con mayor profundidad y alcance, en libros como El romance español y el corrido mexicano (1939), El corrido de la Revolución Mexicana (1956) y Corridos mexicanos (1964), entre otros. Este autor define al corrido como un “género épico-lírico-narrativo en cuartetas de rima variable, ya asonante o consonante en los versos pares, forma literaria sobre la que se apoya una frase musical compuesta generalmente de cuatro miembros, que relata aquellos sucesos que hieren poderosamente la sensibilidad de las multitudes”. Afirma que es épico porque deriva del romance castellano y mantiene su carácter narrativo de hazañas guerreras y de combates. Es lírico porque deriva de la copla, el cantar y la jácara e incluye relatos sentimentales, generalmente amorosos. El corrido surge aproximadamente en el último cuarto del siglo XIX, cuando el pueblo cantaba las hazañas de algunos que se rebelaban contra el gobierno de Porfirio Díaz. Se hace énfasis en la valentía de los héroes. Pero el corrido más conocido es aquél que emergió de la Revolución Mexicana, con todos los antecedentes, rebeliones o motines previos a la caída del porfirismo y hasta el asesinato de Obregón, la rebelión del General Saturnino Cedillo o la Expropiación del Petróleo. Hay múltiples corridos que expresan las hazañas de Benito Canales, Francisco Villa, Emiliano Zapata, etc. Casi siempre son anónimos, aunque a veces se han publicado con las iniciales del autor, y en algunos casos con el nombre completo, al pie del texto.
La canción revolucionaria puede surgir en las noches de campamento, en los trenes militares o en el combate mismo. Entre las canciones y corridos de la Revolución más famosos, se encuentran el "Corrido de Don Francisco I. Madero", "Carabina 30-30", el "Corrido de la Decena Trágica", "La coronela", la simpática canción "Marieta", el "Corrido de los Dorados de Villa", "La Valentina", "La Adelita", el "Corrido de la muerte de Emiliano Zapata", la popular canción "La cucaracha" y el "Corrido de Cananea", incluido (entre otras manifestaciones de literatura popular), en la revista Bandera de Provincias*.
El corrido y muchas canciones expresan, pues, de un modo sencillo, temas afines a los que trata la literatura culta, como la Narrativa de la Revolución*, la Literatura de contenido social*, la Narrativa cristera* e incluso la Literatura del petróleo*. Más reciente es el "Corrido de la popular Tita", recogido por Elena Poniatowska en La noche de Tlatelolco (Literatura del 68*).
En cuanto al teatro folklórico, el llamado "Género chico", de impulso popular, colorido y sabor local, se desarrolla desde finales del siglo XIX y principios del XX con un propósito nacionalista. Encontramos los sainetes líricos y las zarzuelas mexicanas. Una de las obras más representativas de este género fue En la hacienda, de Federico Carlos Kegel, con música de Roberto Contreras. Estrenada en 1907, tuvo un éxito extraordinario y fue la primera obra mexicana de teatro de la que se hizo una versión cinematográfica, en 1921. Trata sobre las injusticias del amo contra el peón. En el "Género de la revista" el tema político fue muy importante. Así, México nuevo (1909), de Carlos M. Ortega y Carlos Fernández Benedicto, contiene alusiones satíricas sobre la designación de vicepresidente de la República. Dice Antonio Magaña Esquivel que en aquella pléyade de autores de sainetes líricos y zarzuelas breves no figuran intelectuales de tipo académico sino periodistas de índole popular, que se permitían burlas y sátiras en torno a la actualidad. A partir de 1910 aparecen muchas obras que corresponden a lo que podría llamarse la etapa anecdótica y pintoresca de la Revolución. Entre estas últimas obras, se encuentra El tenorio maderista, de Luis G. Andrade y Leandro Blanco, y El surco, de José F. Elizondo y José Rafael Rubio. De la misma época es el Teatro regional yucateco, que emplea el habla de Yucatán, con términos de origen maya. La serie de obras que se representaron no sólo incluyen tradiciones, esquemas populares y costumbristas, sino también llega a haber protesta social. En 1907 se representa la zarzuela Rebelión, de Lorenzo Rosado Domínguez. La censura porfirista castigó al compositor y al autor, quien tuvo que huir precipitadamente.
Después de la Revolución, en 1921 y en la ciudad de México, Rafael M. Saavedra inauguró y dirigió, con el patrocinio del Estado, el Teatro regional. Pero la compañía que aspiró a un mayor relieve y calidad fue fundada en 1924 por Luis Quintanilla: el Teatro del Murciélago, cuyo afán fue el mismo que el del Teatro regional: acomodar en escena los materiales típicos, el color popular, costumbres, tradiciones y, en general, la riqueza folklórica de México. Fue así como los habitantes de la ciudad de México conocieron la danza humorística de Michoacán conocida como El juego de los viejitos; La danza de los moros, fiesta indígena, y La ofrenda, ceremonia dedicada a los muertos, pero también obras con tema urbano, como Fifís, cuadro costumbrista y satírico de la capital; Aparador y camiones, etc. En 1926, el Teatro del Murciélago realizó otras representaciones donde se ofrecieron obras como La Xtabay, escenificación de una leyenda maya; La Tona, diálogo de origen oaxaqueño; Casamiento de indios, etc. En esta ocasión, participaron autores como Ermilo Abreu Gómez, Guillermo Castillo y Fernando Ramírez de Aguilar. Con el tiempo, los materiales se agotarían y el grupo decaería. En 1929, la Secretaría de Educación Pública (SEP)* fundó el Teatro del Periquillo, cuyas intenciones principales fueron pedagógicas, pero que aprovechó muchos elementos populares. Otro género dramático popular es la pastorela, originaria de Italia, que cobra auge con los franciscanos. Llegó a la Nueva España, donde tuvo un desarrollo muy particular. En el siglo XX se siguen representando. Aunque la mayoría de las veces se representan las pastorelas tradicionales, algunos autores modernos recurren al folklore para crear este tipo de obras.
El cuento popular, generalmente con moraleja, ha sido uno de los géneros predilectos. El narrador suele tomar elementos de todo lo que ha escuchado para cautivar a sus oyentes. El pueblo es el creador y por ello cada cuento puede tener variantes más o menos considerables.
La anécdota es un género muy relacionado con el cuento. En 1935, Carlos Filio publica un libro de contenido humorístico y popular: El libro de las anécdotas. Entre las recopilaciones de cuentos y anécdotas más importantes por su seriedad, se encuentra la de Pablo González Casanova, Cuentos indígenas, publicada en 1946. Diez años después, B. Traven saca a luz su Canasta de cuentos mexicanos. Algunos argumentos proceden directamente de la tradición indígena; otros fueron traídos por los conquistadores y adaptados por los indígenas al medio mexicano. Entre los cuentos que han pasado por tradición oral están "Los tres consejos", donde un anciano y su perro resultan ser los dioses de la lluvia y el relámpago del mundo precolombino; "Juan Soldado", sobre una especie de héroe mítico; "La culebra", "La burra encantada", y otros, publicados por Angelina Saldaña en Tejocote; cuentos de la sierra mexicana (1971).
Las leyendas sobre calles o barrios son también manifestación importante de literatura popular y han tenido sus estudiosos, como Juan de Dios Peza, con su libro Leyendas históricas, tradicionales y fantásticas de las calles de México (1898), Luis González Obregón, con Las calles de México (1922), o Gustavo A. Rodríguez, quien publica una serie de "Leyendas de las calles de Xalapa" durante varios años en la revista Xalapa*. Artemio de Valle-Arizpe publica en 1959 Historias, tradiciones y leyendas de las calles de México. Del mismo autor son también los libros Leyendas mexicanas (1943) y Personajes de historia y de leyenda (1952).
En su prólogo de 1908 al libro Romances, tradiciones y leyendas guanajuatenses (1910), de Agustín Lanuza, Juan de Dios Peza define la leyenda como “Una relación de sucesos que tienen más de tradicionales o maravillosos que de históricos o verdaderos”. En el mismo texto, el poeta aplaude a los escritores que se consagran a popularizar nuestras tradiciones y ataca duramente al Modernismo*, argumentando que “asesina” el sentimiento y sólo deja vivo el rebuscamiento de la frase. Tanto las leyendas como las tradiciones, cuentos y cantares son primordiales para conocer la idiosincracia de un pueblo.
En cuanto a la tradicion, Luis Rublúo, en su libro Tradiciones y leyendas hidalguenses (1986), la define como un género narrativo cuyas fuentes son la realidad histórica, social y popular, sin la necesaria y rigurosa comprobación documental de los hechos, ya que éstos se intuyen por todos y a diario, aun cuando se les tenga por sucedidos en un pasado inmediato o remoto. Entre los temas más recurrentes en las tradiciones y leyendas se encuentran los seres sobrenaturales, alguna aparición del diablo, el tema de las brujas y la veneración oculta de algún santo, virgen o de alguna representación de Cristo. Al respecto, Mario Colín Sánchez publica en 1981 Retablos del Señor del Huerto que se venera en Atlacomulco.
Entre los tradicionistas mexicanos más importantes cabe mencionar a Valentín Frías, quien publica su libro Leyendas y tradiciones queretanas en 1900. Frías fue un gran conocedor del Estado de Querétaro y recopiló en varios tomos su literatura popular. Sobre este libro, dice Francisco Monterde que hay semblanzas de tipos que han muerto ya, como el sereno; el vendedor de tamales, con su pregón en verso; el señor Maestro, el demandante, el cilindrero, etc.
Han sido muchos los tradicionistas que se han dedicado a estudiar las expresiones populares de cada uno de los estados de la República. José María Barrios de los Ríos publica en 1908 un libro que se refiere a las tradiciones de Baja California Sur: El país de las perlas y cuentos californianos. Al año siguiente aparecen algunas tradiciones de Colima en Cuentos colimotes, de Gregorio Torres Quintero. Tanto Alfonso Cravioto como Artemio de Valle Arizpe se interesaron en las tradiciones del México virreinal; el segundo da a luz Leyendas, tradiciones y sucedidos del México virreinal (1913-1961). En los años veinte se publican libros como Oaxaca. De sus historias y sus leyendas, de Fernando Ramírez de Aguilar ("Jacobo Dalevuelta"), Tradiciones y leyendas tabasqueñas (1926), de Justo Cecilio Santa-Anna, y Leyendas y tradiciones de Tampico (1928), de Luis Benedicto, así como otros libros sobre tradiciones de Oaxaca y de la Huasteca.
Más tarde, en 1932, Miguel A. Hidalgo da a conocer su libro El Estado de Hidalgo; de su historia y de sus leyendas, y dos años después, Vito Alessio Robles, quien también estudió las tradiciones de Monterrey y de Acapulco, publica su Saltillo en la historia y en la leyenda. En 1936 Gregorio M. Solís publica Acontecimientos chihuahuenses, y en 1938 aparecen dos libros: Leyendas y cuentos michoacanos, de Jesús Romero Flores y Cariño a Oaxaca, de Jacobo Dalevuelta, sobre tradiciones oaxaqueñas. Agustín Vera recopila tradiciones de San Luis Potosí en Tradiciones potosinas (1942), y al año siguiente Juventino Pineda Enríquez publica Morelos legendario. En 1944 José Manuel López Victoria da a la luz Leyendas de Acapulco y Enriqueta de Parodi, Cuentos y leyendas de Sonora.
Oaxaca recóndita, de Wilfrido C. Cruz, y Tradiciones y leyendas del istmo de Tehuantepec, de Gilberto Orozco, aparecen en 1946, y en el último año de la década de los cuarenta se publican Leyendas, tradiciones y hablillas de Aguascalientes, de Alfonso Montañés, y Breve historia de Cozumel, de Gonzalo de Jesús Rosado Iturbide.
Durante las cuatro décadas siguientes, los tradicionistas cubren otros muchos estados. Así, tenemos estudios y compendios como Recopilación de leyendas zacatecanas (1951), por Carlos Cuevas; Leyendas y tradiciones yucatecas (1951), por Gabriel Antonio Menéndez; Nayarit. Aportación para algunos capítulos de la historia (1952), de Luis Aranda del Toro; Folklore de Zacatecas. Literatura y música (1952), por Vicente T. Mendoza; Leyendas de Veracruz (1956), por Francisco Broissin Abdalá; Del solar sinaloense (1959), por Carlos Macgregor Giacinti; La Mérida colonial. Episodios históricos, una piadosa leyenda y un cuento coloniales, 1542-1821 (1961), de Abelardo Barrera Osorio; Leyendas y tradiciones guanajuatenses (1964), por Juan José Prado; Leyendas tlaxcaltecas (1967), por Crisanto Cuéllar Abaroa; Leyendas de la Puebla de los Angeles (1972), por Enrique Cordero y Torres; Grandeza de Monterrey y estampas antiguas de la ciudad (1973), por José P. Saldaña; Investigaciones históricas sobre Chiapas (1973), por Eduardo Flores Ruiz; sobre el estado de Jalisco, el libro Cuentan... (1974), por Luis Sandoval Godoy; sobre Toluca Toluca del chorizo (1976), por Alfonso Sánchez García, alias "Profesor Mosquito"; Leyendas del Durango antiguo (1981), por Manuel Lozoya Cigarroa; Paisajes y retratos de Colima (1982), por Alejandro Ramos Legua; Baja California histórica y legendaria (1983), estudio sobre Baja California Norte, por Ricardo Romero Aceves; Cuentos y mitos en una zona mazateca (1986), por María Ana Portal, y el ya citado Leyendas y tradiciones hidalguenses, donde Luis Rublúo recoge, entre otras leyendas del estado de Hidalgo, "Cuando Santa Claus se vistió de charro".
José Luis Martínez considera que la ciudad de México aparece en la prosa narrativa en el instante en que surge la novela en el país. Este momento está marcado por la aparición de El Periquillo Sarniento (1820-1821), de José Joaquín Fernández de Lizardi, novela que ofrece una semblanza completa de la vida de la ciudad, retratada por medio de sus clases sociales.
Después de esta manifestación de narrativa urbana, en la segunda mitad del XIX y principios del XX, surgen inquietudes en numerosos autores alrededor de la descripción de una ciudad que se apodera cada vez más de sus habitantes.
Guillermo Prieto narró, en sus memorias y en sus cuadros de costumbres, los episodios sociales de una urbe en construcción. Describió con detalle los personajes que pueblan sus calles y observó los mecanismos de las relaciones que plantea la modernidad citadina.
Nombres como el de Manuel Gutiérrez Nájera, Ramón López Velarde y Amado Nervo pueden también vincularse con lo urbano. Para el primero —pionero de un género por excelencia urbano, la crónica— es central el paseo del flânneur parisino en la experiencia de la escritura. Su narración urbana más célebre es el cuento “La novela del tranvía”, ubicado en la ciudad de México. Ramón López Velarde muestra, tanto en su poesía como en su prosa, inquietud por las implicaciones de vivir en la ciudad y por las diferencias entre ese ámbito y el entorno plácido y tranquilo de la provincia. Amado Nervo manifiesta, en sus poco conocidos escritos en prosa, que la ciudad se convierte en un estallido de experiencias en el seno del porfiriato.
En las fronteras del siglo XX asomaron a la escena literaria Ángel de Campo y Federico Gamboa, con novelas realistas que continúan esta línea de reflexión. Su inquietud gira alrededor de las devastadoras consecuencia de vivir en una ciudad marcada por la agitación y el engaño. Para ambos, la ciudad parece ser una fuerza que suscita grandes tragedias. Algunos de sus antecesores hablaron tímidamente de la ciudad, pero fueron Gamboa y del Campo quienes se atrevieron a escribir sobre ella de una manera concreta: aparecen nombres de plazas, calles, barrios.
Antonio Magaña Esquivel, coetáneo de los miembros de la Generación Taller*, es el primero escritor que se dedica a explorar los bajos fondos de la ciudad de México, en su novela El ventrílocuo (1944). Escribió también La tierra enrojecida (1951), con la que ganó el Premio Ciudad de México. José Alvarado, perteneciente a la Generación Taller, plasmó en sus cuentos historias sobre personajes de los barrios pobres de la ciudad de México. Destacan “El acta de defunción” y “Lupe tequila”. Asunción Izquierdo Albiñana escribe con el seudónimo Pablo María Fonsalba la novela La ciudad sobre el lago (1949), una especie de biografía de la ciudad de México. Rafael Solana publicó El sol de octubre (1959), que cuenta historia de vidas ubicadas en la ciudad de México de aquellos años.
De aquella ciudad de largos y preciosos paseos, de las experiencias y miradas de Alfonso Reyes, Martín Luis Guzmán, Salvador Novo, Rodolfo Usigli, Rafael Bernal, Mariano Azuela, incluso de aquella ciudad como exilio sin retorno de El libro vacío (1958), de Josefina Vicens, la ciudad de Ojerosa y Pintada (1959), de Agustín Yáñez, y la ciudad del milagro moderno de Casi el paraíso (1956), de Luis Spota, se transita hacia una urbe con una dinámica de crecimiento distinta, que desemobocará en proceso paulatino de descomposición.
A partir de La región más transparente, de Carlos Fuentes, publicada en 1958, la ciudad no se conquista, sino que pertenece a los escritores. En esta novela, Fuentes borda alrededor de la consolidación de la burguesía y la ruina de las clases trabajadoras. El sitio físico que elige para ello es la ciudad de México. En un país que deja de ser presidido por militares para dar paso a los civiles, Fuentes describe la vida de los citadinos que han dejado atrás la Revolución y el antiguo régimen, para insertarse de una vez por todas en el nuevo orden. Esta obra es considerada, por la mayoría de los críticos, como la novela que origina la literatura urbana. José Emilio Pacheco, en un artículo publicado en 1990, dice: "Hace ya 32 años La región más transparente fundó para nosotros la novela de la ciudad".
En 1966 se publicó De perfil, de José Agustín. Esta novela instala de manera contundente una nueva narrativa de y para la ciudad de México. Detrás de esta novela, según Vicente Leñero, "temblequeaba como gelatina una preocupación existencial por la ética, por los valores". De perfil inaugura un lenguaje y un estilo; habla de las cosas de la ciudad, que se convierte en personaje generador de situaciones específicas: soledad, angustia, desencanto. Aparecen en la literatura mexicana la leperada y la narración directa. Surge la llamada Literatura de la Onda*.
Para Agustín y sus coetáneos, Gustavo Sáinz con Gazapo (1965), Parménides García Saldaña con Pasto Verde (1968) y René Avilés Fabila con Los juegos (1968), la vida cotidiana debía ser parte de la literatura, y para ello había que emplear el habla de todos los días y nombrar las cosas en concreto. Existían también antecedentes en este sentido, por ejemplo, Rubén Salazar Mallén había sido acremente criticado por su novela Cariátide que, de acuerdo con la censura, atentaba contra la moral y las buenas costumbres de la época.
En los años sesenta, parte de la narrativa mexicana optó por la burla y la ironía. Los "onderos" centraban sus novelas en una ciudad de adolescentes en la que resaltaban los sitios visitados por la clase media universitaria: cafés, bares, colonias, centros de diversión y mezclaban el lenguaje de las cales medias con el de las populares.
En esos años se sentaron bases para la diversificación de la literatura en México. Al mismo tiempo que los "onderos" inauguraban temas y estilos, los integrantes de la Generación de Medio Siglo* buscaban ambientes existencialistas y practicaban una escritura experimental. Aun cuando no tocaron temas urbanos concretos, reflejaron en sus obras una actitud cosmopolita que implica una ruptura con respecto del orden anterior a la llegada de la modernización alemanista en materia de literatura. Más tarde vendrían los practicantes de nuevos lenguajes literarios, favorecidos por el descubrimiento de la ciudad, como la Literatura del 68* y la Literatura homosexual*. Además, la apertura que se generó en la vida urbana desde los años sesenta invitó al sector femenino a escribir con mayor fruición. Surgió así una corriente de Literatura escrita por mujeres*.
Diversos autores, inspirados en los "onderos", comenzaron búsquedas personales o decidieron explorar estilos semejantes a los de aquéllos. A partir de la década de los setenta, la narrativa escrita en la ciudad de México, que incluye a la ciudad como personaje, se diversifica de manera desusada. La narrativa urbana se inserta en los mundos más sórdidos de la ciudad. Surgen escritores marginales como Armando Ramírez, y gente preocupada por exponer la miserable vida en los barrios y suburbios de la metrópoli. Aparece, así, la literatura de los barrios. Armando Ramírez abre la larga lista con Chin chin el Teporocho (1972), Violación en Polanco (1977), Las noches del califas (1982) y Quinceañera (1985), entre otras. Le siguen escritores como Cristina Pacheco, José Contreras Quezada y Emiliano Pérez Cruz. Se consideran también dentro de este rubro, con sus particularidades, Madre diga no es cierto (1982) y Cada quien para su santo (1984), de Rafael Gaona, y Sobre esta piedra (1982), de Carlos Eduardo Turón.
A esta modalidad (la literatura del barrio), habría que agregar La banda, el consejo y otros panchos (1984), de Fabrizio León, y La leyenda escandinava (1989), de Nelson Oxman. Esta última, que sucede en la colonia Escandón, es un relato de bandas urbanas cuyas leyes son la violencia y la astucia.
En la década de los ochenta prolifera la novela de tema urbano con fines de denuncia, y se hacen interesantes aportes a la Literatura de contenido social*. Algunos ejemplos en esta línea son Violeta Perú (1979), de Luis Arturo Ramos, en donde el personaje recorre, botella de tequila en mano, las calles de la ciudad a bordo de un transporte público; Mal de piedra (1981), de Carlos Montemayor, que se encarga de denunciar el abuso del poder. Hay novelas que ponen de manifiesto la corrupción y la lucha por la supervivencia, como Los ritos del confeso (1977), de Ángel Bonifaz Ezeta. También en esta línea está Roberto López Moreno con el libro de cuentos Yo se lo dije al presidente (1982), montaje de retratos urbanos cuyo signo es el desaliento. La novela de finales de los setenta y principios de los ochenta está politizada, desencantada de las instituciones; es escéptica y altamente crítica. Entre muchos otros escritores de novelas y cuentos de esta época está Fernando Curiel, con Manuscrito hallado en un portafolios (1981), novela sobre intrigas políticas y asesinatos. De José Emilio Pacheco se publica El principio del placer (1972), que incluye el cuento “Tenga para que se entretenga”, que se desarrolla en los alrededores del Castillo de Chapultepec, y Las batallas en el desierto (1981), que apunta hacia una tradición nostálgica ante la pérdida de un México que ya no existe. Agustín Ramos presentó La vida no vale nada (1982), novela que muestra la cotidianidad de los habitantes de una colonia proletaria de la ciudad, con los abusos y la corrupción institucionalizada de la que son víctimas. Joaquín Armando Chacón publica Las amarras terrestres (1982), donde denuncia la vida automatizada de esta época. José Joaquín Blanco nos ofrece La vida es larga y además no importa (1979), donde trata el tema de las clases medias urbanas; también publicó Las púberes canéforas (1983), centrada en la obsesión de una relación homosexual, y Calles como incendios (1985), en donde se narra una historia de miseria material y espiritual en la ciudad. Aparecen La casa de las mil vírgenes (1984), de Arturo Azuela, y El desfile del amor (1984), de Sergio Pitol, en las que se reconstruyen las vidas de los personajes mediante la historia de un edificio de la colonia Roma. Encontramos también novelas de corte más intimista, como Pánico o Peligro (1983), de María Luisa Puga, en la que el personaje femenino se desplaza por la avenida Insurgentes. Aparece, de Agustín Ramos, Ahora que me acuerdo (1985), y de Héctor Manjarrez, Pasaban en silencio nuestros héroes (1987). Asimismo, María Luisa Mendoza ofrece El perro de la escribana (1983), novela que privilegia la perspectiva femenina de las relaciones sociales y familiares que se establecen en la ciudad. Surge el antihéroe citadino en Dreamfield (1981), de Sealtiel Alatriste. Se publican Los dos Ángeles (1984) de Sergio Galindo, La noche del grito (1987) de Manuel Echeverría, y Cangrejo (1984) de Octavio Reyes. Rafael Ramírez Heredia, autor de Narrativa policiaca*, publica, en 1989, La jaula de Dios, donde la ciudad es una jaula de mundos que discurren simultáneamente.
La sociedad como obstáculo para la realización personal es preocupación de Joaquín Armando Chacón, en Las amarras terrestres (1982), y de Francisco Prieto, en Si llegamos a diciembre (1985).
En la década de los noventa sale a la luz Viaje (1991), de Rafael Rodríguez Castañeda, novela que se desarrolla en la ciudad de México durante los meses posteriores al terremoto de septiembre de 1985. En 1994 se da a conocer Los secretos del paraíso, de Guillermo Zambrano, que trata del asesinato de un travesti, y La lepra de San Job, de Agustín Cadena, ubicada en el Londres industrializado del siglo XIX, aunque con claras asociaciones a la ciudad de México.
La literatura urbana incluye el género citadino por excelencia: la crónica. Inaugurado en México por Manuel Gutiérrez Nájera, este género se ha cultivado a lo largo del siglo. Algunos escritores de crónica actuales son Gonzalo Celorio, Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska, José Joaquín Blanco, Emiliano Pérez Cruz y Vicente Leñero.
Pero no sólo la narrativa es atravesada por el poder de la ciudad. Si bien destaca como el género urbano por antonomasia, las demás manifestaciones literarias se reconforman y adoptan las formas de lo urbano; es el caso de la poesía.
En México, la poesía que inaugura las formas de lo citadino inicia con el Posmodernismo*, en la primera década del siglo XX; sus exponentes son Enrique González Martínez, Ramón López Velarde, Efrén Rebolledo, José Juan Tablada. Les seguiría de cerca el único movimiento vanguardista registrado en la historia literaria del país: el Estridentismo*, con su influjo ultraísta y sus propuestas apegadas a la vida de la ciudad moderna.
La poesía encuentra sus propias formas y temas de lo urbano en textos como "El tercer Ulises", de Enrique González Martínez; "Prisma", de Manuel Maples Arce; "Pasado en claro", "Nocturno de San Ildefonso" y "Hablo de la ciudad", de Octavio Paz; "Diario semanario" y Poemas en prosa, de Jaime Sabines; “Los demonios y los días” y "Del templo de su cuerpo", de Rubén Bonifaz Nuño; El tigre en la casa, "Caza mayor", La zorra enferma, "Tabernarios y eróticos" y "Tercera Tenochtitlán", de Eduardo Lizalde; "Circuito interior", "Declaración de odio" y “Avenida Juárez”, de Efraín Huerta; "Hemos perdido el reino" y “Ciudad de México”, de Marco Antonio Campos; "Miro la tierra" y “Las ruinas de México”, de José Emilio Pacheco; “Estas y otras ciudades”, de Isabel Fraire; “La ciudad destruida”, de Jaime Reyes, entre muchos otros.
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