La crónica fue uno de los géneros que más se cultivó con el crecimiento de la industria del periodismo, la vida citadina y la modernidad. Las colaboraciones periódicas de Tablada dejaron testimonio sobre personas, lugares y acontecimientos en varias ciudades del mundo, como los que se desplegaron ante sus ojos en Nueva York y México a partir de 1920.
La escritura en prosa de José Juan Tablada en El Universal resulta en la herencia directa a la muerte de Manuel Gutiérrez Nájera, el Duque Job, no sólo como miembro de la generación siguiente, sino también como continuador de la labor cronística najeriana en su columna “Crónicas dominicales”, así como de las ideas de la estética de la fusión de las artes.
En 1891, bajo su seudónimo Revelator, Tablada afirmó que “El poeta debe cantar para hacer arte y no tomar los lugares comunes del sentimiento humano, porque perdería el recurso más poderoso del arte, la originalidad”. Asimismo, entre los años 1891 a 1892, el escritor publicó artículos sueltos en el mismo periódico, en los cuales, por medio de sus críticas, se mostró afín al pensamiento de Gutiérrez Nájera, tanto en lo estético como en lo político-social, alabando obras literarias del gusto del Duque Job, citándolo o respondiendo con él a algunas polémicas. El 16 de febrero de 1893 se manifestó al respecto de una polémica que suscitó la publicación de su poema “Misa negra”. En el artículo se declaró a favor de la originalidad, el ideal y la belleza pues, para él, “el Decadentismo únicamente literario consiste en el refinamiento de un espíritu que huye de los lugares comunes y erige al dios de sus altares a un ideal estético”.
Para este autor, la idea de la originalidad es central, como lo afirmó en 1919: “en mi poesía no hay retórica. No hay nada inútil. Hay solamente ideas que el lector está llamado a completar con su imaginación, como lo pedía Oscar Wilde: es poesía, si podemos llamarla así: pura”. De modo que, pese a que para él la retórica es un sinónimo de palabras huecas, optó por una forma de expresión que permita al lector comprender todo lo que se dice, incluso mediante la utilización de imágenes poéticas.
Florence Toussaint escribe un breve artículo, “Las crónicas de cuatro poetas del Modernismo” (1994), donde denota la necesidad de estudiar a fondo la prosa modernista no literaria, pues según ella, “otorga menos oportunidades al escritor de ‘desentrañarse’ o eludir las realidades del momento”; sobre todo se refiere a cuatro poetas fundamentales para ella en la doble labor de escritor-periodista: Manuel Gutiérrez Nájera, Luis G. Urbina, Salvador Díaz Mirón y José Juan Tablada. Además de citar algunos de los periódicos en los que a su parecer publicaron más los autores.
Gracias a la puntual revisión hemerográfica de Esperanza Lara se cuenta con el más completo de los catálogos sobre la obra de José Juan Tablada, en cuyo libro la autora hace separaciones intuitivas de los textos de Tablada según los géneros que ella considera que cultivó el autor mexicano; sobre la prosa apunta: “Para Tablada, como para muchos otros modernistas, la crónica es un juego en el que se cruzan grandes discursos líricos con sucesos reales. En la prosa tabladiana esto es frecuente”.
Por otro lado, en el estudio de Sophie Bidault de la Calle, La escenificación del cuerpo en las crónicas modernistas de José Juan Tablada, la investigadora toma como base a Aníbal González y a Susana Rotker sin aportar o reflexionar demasiado en torno a la crónica o a la crónica modernista, detallando los fenómenos descriptivos por medio de paralelismos con la obra de autores parnasianos y simbolistas franceses tan leídos y admirados por los escritores de aquella corriente, pero sin justificar del todo su influencia. Su análisis se fundamenta en una sola crónica de José Juan Tablada, la cual cita de manera indirecta del ya mencionado artículo de Schulman.
María del Pilar Mandujano, en su amplio estudio de doctorado sobre la prosa tabladiana (2013), menciona sobre todo, a partir de casos ejemplares como Rubén Darío y Manuel Gutiérrez Nájera, la adaptación de los escritores modernistas al medio periodístico, centrando su análisis justo en la perspectiva periodística de los géneros, así como en el enfoque “iconoclasta” de la literatura tabladiana. Para la autora “Tablada encontró en el género de la crónica las mejores posibilidades para las innovaciones, tanto en la forma como en la expresión”.
De modo que las crónicas contenidas bajo el apartado “Dominicales” se engloban, sobre todo, crónicas de espectáculos, entendidos éstos no sólo como los acontecidos dentro de un escenario, sino el acontecer cotidiano espectacularizado por la mirada del escritor, creadas de una manera particular, desde una perspectiva de la estética de la fusión de las artes
José Juan Tablada, en cambio, entra a la carpa a contemplar el espectáculo del circo, en aquella función de “la troupe de Orrin” en el “circo de Villamil”. El cronista ejerce su papel de flâneur como espectador que
Sentado en una butaca, junto al anillo del circo, contemplando los palcos llenos de mujeres hermosas y, más allá, en las vastas graderías a la multitud, a la gran masa popular conmovida por el ansia de un placer sano y fuerte, se eche a pensar para hacer tiempo en la historia de las fiestas acrobáticas, de los vigorosos ejercicios gimnásticos, en todos los esfuerzos humanos gastados, en las arenas de los circos, para llegar a ese resultado que Orrin nos presenta anualmente, revestido con el moderno lujo y refinado con todos los accesorios de la civilización actual.
El cronista ve en este evento positivo para “las masas”, la sección gimnástica del evento, donde se desarrollan la elasticidad del cuerpo, y aplica en sí mismo el “echar a pensar” para entretenerse mientras salen a escena los acróbatas. Mira en los demás números lo primitivo del hombre, de los animales y se vuelve ajeno con la distancia del tiempo:
El circo es viejo porque es primitivo. Desde el Antropopiteco, desde el antecesor melancólico y cuadrumano cuyos miembros eran semejantes al torcido y riguroso tronco de las viejas encinas, se asoma el gran precursor de los ejercicios musculares, a quien teme el tigre enorme que adivina mayores ferocidades que la suya; ante quien ruge torvo el gran oso cavernario; por quien el apocalíptico elefante prehistórico, se hunde en las marismas diluvianas, agitando sus anchas orejas y dejando colgar su trompa lacia como un reptil aletargado.
Desde el hombre que hacía chocar las montañas de silex para fabricar flechas con sus filosas astillas; desde el abuelo de la edad de piedra que abatía con un hacha formidable a los saurianos monstruosos y a los feroces lagartos, desde el bravo genitor de la edad de bronce, que cubierto con su manto ursario robó a la primera mujer aria, de pupilas de lago y cabellera de crepúsculo, desde esos limbos vagos y sombríos de las primeras edades humanas. Se viene perfilando la divina figura del Atleta.
En este diorama de las eras, poco a poco el hombre comienza a pulir su propia figura como si de una escultura se tratara, ya fue “antecesor melancólico y cuadrumano cuyos miembros eran semejantes al torcido y riguroso tronco de las viejas encinas”, como antes trabajó el sílex, la piedra y el bronce.
Después esa figura se hace mármol al llegar a Grecia y Roma; dejar caer su pelambrera de mono antropomorfo y se despoja, como de un hábito montaraz y salvaje, de su hirsuto toisón de sátiro. Entonces surge en los Coliseos, con casco de oro y conduciendo en el estadio una cuadriga de caballos númidas; ungido de aceite como púgil luchador, o clavando neptunianos tridentes, o envolviendo con el arma constrictora del reciario.
En la imaginación del cronista aparecen las escenas como una vitrina de museo en la que se puede mirar una escena detenida desde múltiples ángulos. Los signos espaciales que utiliza (maquillaje, peinado y vestuario) le ayudan a mantener dicho efecto en su descripción:
[…]Los emperadores lo premian, lo aplauden próceres y patricios; las vestales hieráticas lo siguen con sus casias miradas, y las hetairas suntuosas, al ver el mármol de aquel cuerpo de joven gladiador purpurado con la roja sangre, sueñan en ver su nombre en rítmico grabado sobre el muro cerámico y sienten que sus pechos se hinchan bajo los pectorales de oro.
En la Edad Media esa fuerza se hace paladín, se encierra en la coraza damasquinada y ciñe el casco de airosos lambrequines que los justadores hacen temblar como los leones sus crineras y como los cometas su cauda.
Embraza el broquel grabado con lises y armiños, con torres y ajedrezados, y se siente henchido de liricas glorias y de épicos orgullos si su gran espada mandoble hiende un cráneo haciendo que al chorro de la sangre se borren los símbolos heráldicos en el blasón enemigo.
Para Tablada en los Toros y en el circo no hay vergüenza, sino al contrario, se exhibe el cuerpo sano del atleta como en el Coliseo romano, es deleite de las masas y de los elevados por igual, por ello utiliza referencias literarias que apoyan su idea, sus propios padres intelectuales:
Y en la edad moderna, además de las lides de toros, tenemos como suprema ceremonia de la fuerza y la virilidad masculina al circo, el teatro triunfante de Barnum y de Orrín. Una de las particularidades de este espectáculo es que no sólo cautiva a multitudes instintivas y burdas, sino que destila el filtro de su seducción aun en el ánimo de los refinados y en el espíritu de los intelectuales.
Theodoro de Banville en sus “Odas funambulescas”, Gerardo de Nerval en sus “Juegos florales”, Edmundo de Goncourt en “Los hermanos Zemganno”, “Héctor Malot”, Renée Mazeroy, Ferdinand Vanderem ¿no se han revelado acaso como artistas fanáticos del acróbata y del gimnasta?
Nuevamente resonará la historia en lo narrado por el cronista, imágenes fijas que parecen moverse como una linterna mágica en el escenario del circo, el recuerdo de las glorias pasadas de los hombres que lo dominaban todo. El cronista permanece en ese mundo de recuerdos y anhelos, pero ya no vuelve la vista a la escena actual:
Esa fiesta que despierta la admiración de la muchedumbre y de los espíritus escogidos, que a la vez contenta los bruscos deseos de las masas y satisface el espíritu descontento de los raros y de los exquisitos; tiene quizás esos efectos porque recuerda los tiempos heroicos del organismo humano, antes sano y glorioso, y ahora enfermo y postrado. Ante el cuerpo ágil de atleta, ante esas anatomías marmóreas, esos bustos hinchados y esos miembros inconmovibles como fustes de columnas; ante esos príncipes de la fuerza que gobiernan su cuerpo y su físico con serena maestría, tal vez miren las dolientes sociedades contemporáneas, la lejana imagen de lo que antes fueron, el eco de una grandeza que ha enmudecido para siempre, el resplandor tenaz de un sol sepultado hace siglos en la noche. Porque en esa mirada de pésame, de envidia y nostalgia con que un joven moderno considera a un triunfal atleta, hay mucha tristeza.
Ahora bien, a estos escenarios más generales, que podrían repetirse al infinito en cualquier plaza o en cualquier rincón, se contraponen las crónicas dedicadas a un lugar en específico, cuyo número resulta reducido; esto es, que no sólo se refieran a un espacio geográfico determinado, con nombre, sino que sus textos suelen dar por hecho que el público sabe a la función específica a la que se refieren, dejándolo ambiguo para el lector futuro y convirtiendo el espectáculo en un evento universal. En realidad, puede decirse que en las crónicas de espectáculos de estos modernistas suele tratarse la descripción del teatro como un tema poco apuntado, su vista se encuentra centrada más bien en el público y en el escenario, en el lugar creado por decoraciones, luces y fantasías.
Por su parte, José Juan Tablada –quien, como ya se dijo, fue heredero de la columna najeriana “Crónicas dominicales” más tarde “Dominicales”, la cual recibió de manos de Luis G. Urbina, sustituto del Duque Job desde su muerte y hasta finales de 1896– presentó en su crónica a la Fuller, una de las serpentinas, con la siguiente frase: “Loie Fuller, esa bayadera fin de siglo, la heroína de la coreografía moderna, ha hecho su debut en México”, bajo lo dicho el público sólo puede esperar un ser épico dentro del escenario. Ella, la bayadera original, y no una de las “serpentinas falsificadas que en el escenario nos habían dado una idea del original tan minúscula y tan opaca como la pueden dar de una escena viva la proyección rápida de un kinetoskopio”, logra con su baile lo que una imagen semifija repetida hasta el infinito no logrará: la impresión viva, el espectáculo.
Introduce la imagen en un escenario vacío, un espacio desocupado, casi sin decoración, sólo luces que se proyectan sobre ella, como si Loie Fuller resultara una fusión entre las decoraciones y el personaje-bailarina, la describe con signos visuales espaciotemporales que acendran éste paralelo: decorado, iluminación/gesto, movimiento.
La veréis aparecer en el fondo del proscenio semioscuro donde la luz arroja apenas una vaporización de ópalos, una bruma de gasas, una polvareda luminosa más tenue que un claro de luna en su principio. La veréis luego confundiendo sus contornos en la penumbra como el fantasma de una Ofelia, e ir afirmando poco a poco su perfil ultraterrestre hasta materializarse entre la luz que ya la riega con surtidores luminosos, ya la baña con las grandes aureolas de un franco plenilunio.
Justo son los signos espaciotemporales, las luces, que permiten que un signo espacial quepa en la escena, su imagen, que es ella sin serlo. Ella es Ofelia, una amazona, una bailarina de exotismo oriental, joven araña que teje “sobre el foro del Teatro Nacional los mágicos y luminosos arabescos de sus danzas”, pero sobre todo ella es coreografía.
La veréis, por fin, entre los vivos compases de la música, ostentando su brava hermosura de amazona o languideciendo con espasmos de almea; ritmando las turgentes estrofas de su carnal exuberancia en el brillante poema de la sabia coreografía.
Su vestido logra la mencionada fusión entre signos: espaciales, temporales y espaciotemporales. La bayadera es escenografía, música, gesto, vestuario, por ello la convierte en una escultura viva, el cronista se transmuta en Pigmalión y la ve moverse:
Y después, cuando en el baile del fuego se encienden y se apagan mil luces incandescentes sobre el cuerpo de Loie Fuller, se diría que una pléyade de astros se ha desplomado sobre aquella estatua o que una lluvia de erráticas estrellas se ha posado en torno de esa gran flor de hermosura, como una bandada de mariposas siderales.
José Juan Tablada contempla al otro en los gitanos, un pueblo migrante que se desplaza sin cohesionarse con nada, ellos siguen ajenos y “exóticos” frente a la modernidad que México aparenta y quiere alcanzar. Es la barbarie que, como en Martí, atraviesa la metrópoli:
Un acto exótico, una pintoresca ceremonia de lejanos países y de extraños y misteriosos ritos, acaba de incrustarse entre nuestros monótonos acontecimientos sociales. Ya las lectoras habrán sabido de una boda celebrada en el mismo corazón de México. La pareja pertenece a esa tribu vagabunda y errática que ha sacrificado su patriotismo ante sus ideales de ilimitada libertad. Grupos de esas tribus cruzan nuestras calles, obligando a bailar a un oso o haciendo ejecutar saltos mortales a un gruñón mono cinocéfalo.
Al escenario en movimiento con gesticulaciones circenses, signos espaciotemporales, suma el cronista más rasgos temporales por medio de la descripción de los hombres y mujeres que forman parte de ese pueblo, estudio antropológico de vitrina ambulante, sus fisonomías son el maquillaje de su pueblo, sus ademanes los caracterizan como ellos mismos:
Los hombres de esa tribu son robustos, de largas cabelleras espiradas y lustrosas, de faces doradas a fuego por el sol, de todos los países y de ojos tenebrosos y relampagueantes como piedras de sardón incrustadas de vivos oros. Las mujeres visten de colores chillantes, llevan un pañuelo atado a la cabeza; las miradas de sus grandes ojos están llenas de sombríos magnetismos; su voz tiene inflexiones melancólicas y timbres salvajes cuando al golpear el gran pandero cantan aires extraños aprendidos en el lindero de los bosques, en los caminos plateados por la luna, en todas las jornadas de su vida eternamente errante y cuando llevan de la cadena al gran oso montés, el ademán de esas mujeres es fiero como el ademán de un beluario que conduce a su indomada fiera. De esa tribu que doma fieras y dice la buena ventura, de esa tribu de romnitchels, de zíngaros, de bohemios, salió la pareja exótica que acaba de desposarse en la Parroquia del Sagrario.
La artificialidad de sus trajes les brinda el toque final para la creación de esta fantasía exótica, parte de los imaginarios creados por la literatura: los gitanos, los húngaros, los zíngaros, cuyas únicas ocupaciones son domar fieras y decir la buena fortuna, cuando no estafar a los incautos. Tablada está relatando una escena de las mil y una noches, las aventuras de un par de enamorados que se encuentran para huir juntos a la vista de todos.
[…] Ella llevaba un traje de raso blanco adamascado y envolviéndola como una corona, rodeaba su garganta como un collar, envolvía sus senos, como pectoral, y después de formarle un cinturón en el talle, caía sobre sus flancos en grandes flecos áureos y sonoros. El traje del novio era el de un príncipe húngaro; el de un magnate magiar.
Y al ver al novio bohemio con su bronceada faz, sus grandes arracadas de oro y su ondulante cabellera de lustrosos rizos, pensamos en la egregia dama, en esa estrella de una corte europea, en la princesa de Caraman-Chimay que locamente enamorada, no vaciló en arrancar la corona de sus sienes, en tatuarse un brazo con una serpiente, emblema de su pasión y en abandonar su corte; sus hijos y su honor por seguir al violinista tzigano, al bohemio, al gitano, Janesy Rigo…
En esta nueva sociedad de la apariencia, estos cuadros urbanos, dioramas de la vida moderna se lleva a cabo la pantomima del progreso.
Tablada, en cambio, juega con el tópico del Oriente al realizar su crónica sobre una kermés. Para crear la atmósfera completa alude a varias novelas conocidas con tal temática y al arte japonés conocido en aquel entonces, son los signos espaciotemporales de la escenografía (decorado y accesorios):
La crónica no sacude aún de su cabellera ese puñado de “confeti” que le arrojó una mano blanca en la última kermesse. Con las parábolas multicolores de las raudas serpentinas vuelan las ideas hacia ese patio de Minería, transformando en palacio de Armida por un tropel de hadas.
La página de un libro de Loti; la hoja matizada de un álbum de Hokusai, eso era el puesto de thé. Aquel rincón exótico donde los abigarrados parasoles se abrían como las flores gigantes de una primavera mágica, donde en las paredes se fijaban los abanicos con aspecto de mariposas inmóviles, donde sobre las mesas de brillante laca negra humeaba el thé imperial dentro de las tazas de Satzuma y sobre el fondo de un biombo recamado de oro se erguía la delicada silueta de una improvisada “musmé”, aquella “casa de thé” era un ensueño realizado del feérico Extremo-Oriente.
En realidad, nada tiene de exótico el evento mencionado por Tablada, es gracias a su narración y a sus descripciones exotizantes que se crea la atmósfera, en donde las damas devienen japonesas sólo con el traje y la ambientación, es la convención de la puesta en escena que permite al espectador viajar a otros mundos con sólo observar y penetrar en ese mundo artificial:
Entre dos columnas del patio de Minería surgió una espléndida decoración: columnas capitonadas por afelpado musgo e imbricadas por guías de claras flores que se retorcían en espirales salomónicas. Sobre ese fondo las linternas japonesas irradiaban con verdes fosforescencias de grandes piróforos. Aquel lugar tenía la rara arquitectura de una pagoda japonesa; pero de una pagoda en que las lacas, los bronces y los mármoles estaban suplidos por los elementos vegetales que mejor ayudan a la ornamentación floral. Palacio primaveral que era el harém de las refinadas crisantemas, el serrallo de esas flores aristocráticas y raras, que los japoneses llaman “kikú”, tan nobles como las legendarias flores de lis y dignas de ser libadas sólo por las abejas de los mandos imperiales… Flor majestuosa y vencedora que estalla en los blasones del Emperador del Japón y que abriéndose como un sol de triunfo ha fulminado al Dragón chino, a ese monstruo heráldico que hoy retuerce su escamada cauda en contorciones de impotente agonía…
Gracias a la prosopopeya, las “crisantemas” devienen mujeres “dignas de ser libadas sólo por las abejas de los mandos imperiales” cual esposas de sultán; al mismo tiempo, su forma las semeja a los fuegos artificiales, pues en su madurez “estallan” como aquellos. La atención del cronista pasa a otro de los atractivos en el evento:
¿Y aquella gruta que parecía excavada por un mágico cincel en el luminoso témpano de una noche polar? Aquel “puesto de las sodas” creado por el escultor Chucho Contreras? ¿Cómo no acordarse del “Efecto de nieve” de Juan Richepin, cómo no traer a la memoria las blancas, las eucarísticas estrofas de Théo el inmortal? Al ver aquel puesto se escucha la “Sinfonía en blanco mayor”, plumón de cisnes que aletean en los cielos polares, hostias que la Fe levanta en asunciones claras: agujas heladas en la noche del polo; armiños inmaculados de los tranquilos blasones; nieve de Navidad, ala de arcángel, frente de musa.
Un escultor ha llevado a cabo aquella obra efímera en hielo, “lástima que los prodigios de tu cincel y los cerámicos arabescos de mi stylo se fundan y se pierdan con un rayo de sol!”, se lamenta Tablada, pues esos mundos imaginarios perecerán: las flores se marchitan, el hielo se derrite y la crónica pierde su actualidad; pese a eso, parece que el escritor sabe que le está otorgando la inmortalidad de la escritura al rodearla de citas y menciones literarias.
para José Juan Tablada la experiencia estética queda de lado:
[…] aquella multitud acudía a la Plaza de Armas para escuchar la serenata que organizó el maestro Payén, y de la cual tengo el disgusto de no declararme partidario. El maestro Payén asaltó el pentagrama con cañonazos y dinamita, como si fuera la trocha militar de Cuba, y a la verdad que sobre esa trinchera tan heroicamente asaltada no consiguió ver ondear la bandera de su genio. Yo he tenido el gusto de admirar, de aplaudir y de elogiar al maestro Payén que justamente ha alcanzado tanto triunfo; pero Payén, la noche de la serenata no tenía en la mano su lírica y cadenciosa batuta, sino una mecha para encender cañones y yo, francamente, no tengo oídos de artillero…
Sin embargo, José Juan Tablada, hace del año que muere un escenario y a la vez una personificación en una de sus crónicas “Dominicales”.
Allá queda el viejo burgo ruidoso, el empolvado camino, la triste selva disecada del invierno. ¡Qué montón de ruinas! ¡Qué triste hacimiento de arquitecturas derrumbadas y de arboles abatidos! El año que muere parece un teatro vacio y silencioso, un teatro abandonado cuya penumbrosa tristeza no guarda ni un eco, ni un vestigio de las tempestuosas tragedias, de las sonoras óperas o de las jubilosas comedias...
El escritor alude a la memoria de sus lectoras, a los referentes cercanos y con ellos logra una prosopopeya, el teatro mismo está triste. Y con estos signos en apariencia espaciotemporales, logra la transformación de ellos en espaciales, pues no habla de la sala como si de un escenario se tratara, sino de un lienzo, el vestido del lugar:
¿No os parece, lectoras, que el año que hemos dejado atrás es algo tan triste como un salón de baile abandonado? Hace un momento que en este recinto brillaban las luces y las orquestas estallaban en lánguidas y ruidosas harmonías. Al contemplar tantas hermosuras , los pajes y los caballero palidecían de amor en los tapices, las flores se reclinaban sobre el áureo borde de los tibores, las bujías avivaban sus pupilas radiantes…Y ahora flota un pesado silencio en el aula del muerto festival; la fría luz de, alba entra furtivamente por las puertas entrecerradas glaciando con un barniz de hielo las alfombras y los cuadros, los muebles y los cortinajes; las flores ya no riegan perfumes; derraman misteriosos olores de princesas embalsamadas. Aquel gran pétalo de rosa caído sobre la alfombra parece una de las alas arrancadas a una ilusión que no pudo volar…
La temporalidad se ha derrumbado a causa de la falta de movimiento y de sonidos, pese a que los otros sentidos permanecen, la ausencia de luz los atenúa, es un “¡triste salón paladino! Logia muda y pavorosa, antes musicalmente sonora, voluptuosamente perfumada, llena de brillantes decoraciones y poblada por la hermosura y por la gracia”. Lo que era un palacio, ahora es un traje vacío donde:
Aquel guante color de marfil, olvidado sobre el tapiz policromo del sitial, parece el cuerpo pálido de una ninfa que sucumbió asfixiada entre la floración de una primavera, y el gran silencio cae omnipotente como un agobiador sudario sobre la loca y fugitiva alegría.
De nuevo será la memoria la que permita a la lectora devolverle las claridades a la escena, con su movimiento y sensaciones, aunque sea de una manera ultraterrena.
Pero entre los muros agrietados de año en ruina hay toques luminosos al recuerdo –ese parásito del pasado– trepa como una temblorosa parietaria, y hay hiedras que se enlazan con abrazos de amor desesperado al marco de los ojivos y al fuste yacente de las columnas rotas. En esas ruinas, como en los mudos castillos de la legendaria Escocia, desatan las memorias su ronda fantomática, su inquietante danza espectral y esa vida de ultratumba, llena de arcaicos aromas y de largos rayos de luna, la negra majestad de las piedras umbrosas, de los fríos mármoles tapizados de musgo.
Y con una pequeña nota, el cronista cambia de tema a algo más actual, dejando de lado las imágenes del pasado: “noto que como un búho he estado mucho tiempo sobre las ruinas. Y ahora lectoras hablemos de otras cosas”.
Coral Velázquez Alvarado