En su Historia del arte en México (1927), José Juan Tablada clasifica la Casa de los Azulejos —antigua sede del Jockey Club y, hoy en día, uno de los restaurantes de la cadena Sanborns— como una de las casas señoriales importantes, junto con la Casa de los Mascarones, la del Conde de Santiago, la del Conde de la Torre de Cossío, la de la Marquesa de Uluapa y el Palacio de Iturbide. Sin embargo, el interés de Tablada por este edificio no fue puramente arquitectónico, pues fue uno de los centros de la vida social y cultural que le tocó vivir. En el capítulo XXXI de La feria de la vida describe así este lugar:
Porque se fue quizás para siempre de nuestra vida, porque a pesar de su carácter frívolo y mundano fue considerado por los extranjeros como uno de los signos de nuestra cultura, aunque a nuestros ojos no haya podido ocultar nunca su carácter artificial, quiero hoy rememorar, con ayuda de notas recogidas en mi diario durante diversas épocas, aquel palacio que viejos y exóticos grabados llaman La Casa de Porcelana y hacia cuya ancha puerta, al rodar de los coches durante los paseos meridiano y vespertino, convergían invariablemente las miradas de las más hermosas mujeres, honestas o galantes, matronas de abolengo que allí buscaban al esposo o al hijo, mujeres de teatro o de la vida apercibidas para el coqueteo con el efectivo o presunto amante, gentil y generoso.
Ese palacio, cuyos fastos de alegrías y elegancias no habían logrado disipar del todo la memoria trágica y perdurable del célebre crimen, evocado en el Libro rojo de Riva Palacio que hojeaba nuestra niñez con mano trémula, durante las veladas hogareñas; esa palatina mansión de anchas escaleras, de peldaños hechos para rimar el grave peso de los cortejos virreinales y donde la imaginación veía pertinazmente surgir a Dongo sobre fondo sangriento que destacaba al inocente perico sacrificado, era la residencia del Jockey Club de México.
En un pueblo de excelentes caballistas como el nuestro, un club de esa especie, dedicado en efecto a sostener los originales propósitos de tales instituciones, hubiera antaño sido muy útil, pero ya entonces el de México, como todos los del mundo, adolecía de inoportunidad y anacronismo, desde que el caballo como elemento de transporte, había sido invalidado por el vapor, la electricidad y sus aplicaciones al tráfico.
Una vaga tradición caballesca y equina era pues todo lo que le quedaba a nuestro Jockey Club de sus fines primitivos y la organización de esporádicas temporadas de carreras que tuvieron fugaz brillo y jamás pudieron luchar, ni siquiera enfrentarse con nuestro deporte favorito: los toros...
No podía aplicarse al de México, la definición de otros Jockey Clubes: "reunión de asnos que hablan de caballos", por muchos motivos, primero porque el asno es símbolo de humildad y trabajo y la mayor parte de los socios del club mexicano tenían el orgullo del linaje o de la riqueza y poseían además el suave privilegio de no tener que trabajar.
Dije la mayor parte, porque de seguro los más prominentes miembros de aquel centro eran muy inteligentes, trabajadores y no era el rancio orgullo lo que los distinguiera.
Invencibles propensiones a la buena comida, a los buenos vinos y a la buena compañía, me hacían aceptar con gusto las invitaciones para almorzar o comer en el club con los socios amigos míos y fueron éstas suficientes para hacerme conocer en la relativa intimidad de la vida del club a muchos de sus miembros interesantes o simplemente pintorescos.1
En la Casa de los Azulejos también se encuentra el mural Omnisciencia, de José Clemente Orozco, pintor al que Tablada admiró y dedicó varias de sus crónicas.
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La feria de la vida. (Memorias), México, Ediciones Botas, 1937, 456 pp.; 2° ed., México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1991, (Lecturas Mexicanas, Tercera Serie, 22), pp. 188-190.